Cartas inglesas, de Karel Čapek (Renacimiento) Traducción de Helena Voldanova | por Juan Jiménez García
No se puede decir que Karel Čapek perdiera mucho el tiempo. Hizo de todo y lo hizo bien, y eso seguramente le valió ser no solo uno de los escritores checos más conocidos (y reconocibles) sino también todo un personaje. Su obra se ha ido publicando en España (o mejor, en nuestro idioma) desde hace mucho, y ello nos ha permitido tener un amplio abanico de ediciones de todos los tamaños y formas. Pero entre todo ello, si algo había quedado un poco ahí, en el olvido, eran quizás sus libros de viajes. Hiperion publicó en su día su Viaje a España y ahora le ha llegado el momento, de la mano de Renacimiento, a sus Cartas inglesas. Y estas Cartas inglesas son seguramente uno de los libros de viajes más deliciosos que hemos llegado a leer. Es más: un libro de viajes que solo podría haber escrito un checo.
Ir de viaje es una cosa seria. Contarlo es una cosa aún más seria. Las maneras de contarlo son infinitas y, seguramente, es una cuestión de sensibilidad. U oficio. Para empezar, está la impotencia de no llegar a todo y de trasladar esa parte como algo más grande. Cuando uno apenas conoce la ciudad en la que vive, ¿cómo pretender conocer países enteros? Čapek no lo pretende. Para él, un viaje es aquello que permanece en nuestra cabeza. Aquello que nos ha llamado la atención. E incluso un viaje es la imposibilidad de hacer un viaje (como Irlanda). En esa visión tan checa (fragmentaria), en la que la vida es una suma de pequeñas piezas que dan algo más grande, para Čapek Inglaterra es aquello que le hace detenerse y, por qué no decirlo, sonreír irónicamente frente al descubrimiento. Esas casas todas iguales, esos barrios de colores homogéneos, esos pequeños jardines que les separan del mundo (para alguien que viene de una Praga que vive en sus calles), le dicen más cosas de lo que le dirán sus monumentos (a los que no les presta nada de atención) o sus museos (que solo le dicen algo en la medida que son capaces de decir algo sobre el carácter de aquellos que los construyeron y los cobijan).
Los parques (Hyde Park y sus oradores), los clubes privados, el silencio de los clubes privados, las ferias, las catedrales (monumentales y despojadas de todo, perfectas y por ello faltas de algo… del error, tal vez), las universidades o el campo, van desfilando en pequeñas piezas de coleccionista de reverso de las postales. Bajo su humor, bajo sus dibujos (no menos sonrientes), se nos va formando una Inglaterra que no es que nos sea desconocida (ya hay pocos lugares que descubrir, y los ingleses si algo supieron siempre fue mirarse irónicamente), pero que el escritor nos hace ver desde una óptica inédita.
Una vez vista Inglaterra, puede uno adentrarse en Escocia. El país de piedra, dice. Todo está hecho de piedra, quizás hasta las personas.Visita Edimburgo (la ciudad más bonita del mundo, pero en la que nada parece estar en su sitio) y también Glasgow (que es todo lo contrario: el horror industrial). Y entre todo, sus castillos, sus tierras interminables, pobres pero orgullosas. Lugares de leyendas, de fantasmas. Tras Escocia, el norte de Gales, ese lugar de palabras incompresibles y sin fin (ya no solo por ser otro idioma, sino porque como idioma es casi inconcebible), el país de las montañas. No se quedará mucho.
Irlanda no existe para los ingleses. Nada se les ha perdido ahí, y pese a los intentos de Čapek por llegar hasta ella, no será posible ni comprar una simple guía. Será la tierra que no podrá pisar, y tendrá que contentarse por seguir dando vueltas por Inglaterra, de nuevo. Más tierras verdes interminables, más bosques, sus puertos, el Stratford de Shakespeare. También más personas. Aquellos escritores con los que se encontró: Chesterton, Wells, Shaw,… Retratos igualmente divertidos (con esa mirada inocente, feliz), que preceden a su regreso (huída le llama) a la patria checa, al continente, tan diferente de aquellos insulares, de los que puede uno puede admirar todo menos vivir como ellos. Paradojas del destino.