Las aventuras del Barón Münchausen, de Rudolf Erich Raspe (Nórdica) Traducción de Íñigo Jáuregui. Ilustraciones de Javier Zabala | por Almudena Muñoz
Circula la leyenda de que las festividades de todo tipo resultan inaguantables, de que el motivo de celebración (el amor y la unión familiar) termina siendo una excusa para quejidos y escapismos de variada índole. Entre estos rumores, destaca por su negra popularidad la figura del cuñado orondo y verborreico, que posee la habilidad de transformar los alimentos que consume en una retahíla de afirmaciones y anécdotas increíbles, deglutidas con la misma generosidad con la que engulle. Lo curioso de este fenómeno, del que seguramente quedan rastros en todas las épocas de la humanidad, es que quien sufre su discurso consigue unas horas más tarde su momento de paz: un buen sillón, una chimenea si dispone de posibles, un libro en el que lleva soñando zambullirse… ¡y que contiene la mayor cantidad de disparates imaginables!
El sufridor de la cena familiar sonríe, está feliz. ¿Cómo es posible que disfrute en las páginas aquello que detesta en persona? Tal vez sea que el gallito de ficción no es su cuñado, sino el de otros; se trata del fanfarrón ubicuo y plurimorfo, el que adquiere entrada en todas las casas porque no vive en ellas ni vacía la despensa. A lo que se suma la distinción de la baronía: esto lo narra un aristócrata como es debido, uno que entiende de países lejanos y caza, que emite barbaridades sociales y sexistas sin peligro, porque sus víctimas ya no están presentes. Él estima a los demás, a los oyentes de su contexto y al lector del futuro, como meros peones de su perorata, pero hoy, y quizá siempre, el narrador ha sido realmente el bufón. ¿Qué pretendía Raspen al crear al barón Münchausen y, sobre todo, qué motivo lo convenció de hacerlo? ¿Es la clase de literatura cómica para llevarse al retrete o una representación aguda de especies inútiles siempre en declive, que niegan a extinguirse, como son los nobles y los familiares sin lazo de sangre ni afecto?
Estas aventuras se emplazan en el momento de mayor pasión por los descubrimientos mundiales y, al mismo tiempo, por su parodia. Sin embargo, lo que para Jonathan Swift consistía en hacer pasar por real lo imaginario, imbuido de respeto por el relato, para Raspen es un juego de palabras que, al cabo de un rato, puede comenzar a dañar los oídos de quien ríe la gracia. Pero el narrador se detiene a tiempo: son unas fantasías breves y veloces, un espectáculo circense visto y no visto, en contra también de la tendencia de hacer de un personaje inolvidable protagonista de infinitos capítulos y tomos. El «buenas noches» de Münchausen supone un cierre brusco, el palmetazo en la mesa que propina el cuñado cuando del besugo no quedan más que espinas y del turrón blando unas pegajosas migajas. Los viajes de Gulliver, al igual que las futuras aventuras de Julio Verne, eran maravillas acumulativas, conducentes a una lección que sólo se revela en un desenlace agridulce. Münchausen pertenece a la mejor tradición de los que saben aprovechar las celebraciones: sus párrafos son una continua riada de vino dulce, a cada brindis más insostenible. Liebres y perros que dan a luz a la carrera, caballos atrapados en veletas, osos derribados con las manos y luchas contra ballenas resueltas en dos líneas que ridiculizan los dificultosos mares de Mellville.
Levantarán las primeras sospechas los comentarios de un narrador anónimo que, muy de vez en cuando, precisan las impresiones que el barón cuenta en primera persona. Münchausen, desde su poltrona y ante esa audiencia nunca descrita, es un cantamañanas que probablemente nunca haya viajado más allá de su pabellón de caza. A pesar de ello, su discurso se deja oír, porque no es hiriente y lo rocambolesco no va acompañado de petulancia; porque entre las bravatas arranca imágenes tan bellas como la de ese ciervo al que le crece un cerezo entre las astas. Hay que celebrar, entonces, y sin mediación de cuñados, que editoriales españolas estén ofreciendo ediciones de mejor presentación que ninguna disponible en el idioma original del libro. Ejemplares de buena encuadernación, ilustrados con gusto original, que reivindican clásicos fuera de sus fronteras geográficas e imaginarias, como la versión cinematográfica que rodase Terry Gilliam en 1988 y que parece determinar al barón como un personaje infantil de guiñol.
Münchausen posee el carácter valeroso y solidario suficiente como para ofrecer su cuerpo ante un boquete en un barco que necesita reparación inmediata. En las leyendas modernas, increíbles para los tiempos que vendrán, no es tan sencillo rellenar los agujeros ocasionados por la gula y la cháchara de los cuñados, los compañeros de oficina, los bravucones de la clase y demás seres fantásticos que pueblan un mundo feliz y pacífico durante unas horas. Un clavo saca otro clavo, y el mejor remedio consiste en armarse de baronía en el sillón, junto al radiador o el fuego, y dejar que las tonterías del presente sean acolchadas por los desvaríos de Münchausen.