Apenas ha pasado un año desde que Ardicia apareció en nuestras vidas (era un día de otoño) y ya no sabemos vivir muy bien sin ella. Once libros después, el proyecto de tres personas se ha convertido en una especie de punto de encuentro habitual con una manera de entender la edición que nos conmueve: autores sorprendentes, libros reveladores, portadas maravillosas, un cuidado en cada detalle. En fin, un gusto por editar, entendido el editar como llegar a los demás a través de otro que tiene algo de uno mismo.
Hay una expresión que nos gusta emplear cuando hablamos de Détour: hecha a mano. Es quizás algo atrevida teniendo en cuenta nuestro carácter inmaterial, pero en realidad viene a querer decir algo muy precioso (y muy preciso): que cada parte ha sido cuidada, mimada, trabajada como si fuéramos viejos artesanos y una página web fuera un objeto valioso y único. Y precisamente es eso lo que reconocimos desde el primer libro de Ardicia. Ardicia también estaba hecha a mano por artesanos, por gentes que transmitían un amor por el oficio, un gusto por todo, y que eso se reflejaba en un libro, parte final de un todo hecho de fragmentos. ¿Quién puede presumir de estar ante algo que ha pasado por sus manos desde la nada hasta el absoluto? No, no son los tiempos.
Decíamos: era un día de otoño, y ahí estaba, Monstruos parisinos, con esa portada Art nouveau, bajo un nombre que nos traía ciertas resonancias: Catulle Mendès. Aquel libro marcaría un camino que quién sabe dónde se quebrará. Finales del siglo XIX, principios del siglo XX, entre el final del simbolismo, sin llegar a las vanguardias. Los siguientes títulos seguirían completando la imagen ideal, ese cierto aire de familia. Familia universal. Autores franceses, italiano, ruso, portugueses, inglés, escocés, japoneses,… El mundo es muy amplio, sí, pero el desconocimiento que tenemos de él muy profundo. Ardicia viene a decirnos: sí, leer a este y a aquel está bien, pero ¿y estos otros? Frente a esa especie de vueltas y vueltas sobre autores conocidos, incluso sobre lo más desconocido de autores conocidos, ellos nos traen precisamente lo contrario: aquellos autores sobre los que se acumuló el polvo de la historia injustamente.
Muchos de ellos son escritores efímeros. Tuvieron una cierta urgencia en escribir y en morirse. Entre ellos el libro emblemático de su primer año: Mi carso, suerte de autobiografía poética del triestino Scipio Slataper. Lo efímero es quizás el adjetivo en el que se construye, hasta el momento, el catálogo de Ardicia. Ya no solo por estos escritores, sino lo efímero de la escritura, de la fama, del momento. Pero quizás fue Chéjov quien nos enseñó que ese sentimiento de lo efímero quizás no sea lo más justo, pero sí, tal vez, lo más conmovedor, y que en ello hay algo que nos sacude, que nos mueve. Y ese es el proceso alquímico por el que esa fugacidad se convierte en algo eterno.
Sí la biblioteca de un hombre es su autobiografía sentimental (tanto en aquello que leyó como en lo que está pero sabe que ya nunca leerá), los libros editados por una editorial tienen que decirnos algo sobre quienes están detrás. Necesariamente debemos entrever un gusto, un estado de ánimo, un espíritu. Tal vez, volviendo a la alquimia, no sea muy fácil con estas premisas dar con la fórmula del oro, pero como en aquellos viejos (o jóvenes) locos que poblaban la edad media de otros tiempos, lo importante después de todo no era dar con la piedra filosofal, sino buscarla. Lo entendimos demasiado tarde. Pero no, no es tarde mientras queden editoriales como Ardicia y lectores llenos igualmente de deseos ardientes.
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