Diario de un joven médico, de Mijaíl Bulgákov (Barataria) | por Juan Jiménez García
Para muchos (y estos son pocos… demasiados pocos) Mijaíl Bulgákov es el autor de El maestro y Margarita, esa novela sobre la visita del diablo a Moscú, y cómo este atravesaba implacablemente la sociedad rusa. Para otros, aún menos, muchos menos, aquel que enviaba cartas a Stalin suplicando desgarradoramente que le dejasen escribir. Para todos, Bulgákov debe ser considerado como uno de los más importantes escritores del siglo pasado ruso. O soviético.
Bulgákov lo frecuentó casi todo: el relato, la novela, el teatro,… Fue más pródigo en la brevedad, aunque su obra nos haya llegado algo fragmentada y confusa. Es por eso que la edición por Barataria de su Diario de un joven médico tiene un interés añadido, dado que reúne a su labor como cuentista un cierto toque autobiográfico. Una obra de primerizo: su primer encuentro con la literatura y también su primer encuentro con la medicina. Ambas cosas acabarán por confundirse. Sus aventuras en un pueblecito perdido, sepultado por la nieve, sus vacilaciones de joven recién salido de la universidad, sus dudas, se trasladan a su escritura, a la que vemos igualmente vacilar y afirmarse ante nuestra lectura.
Los primeros relatos ofrecen una estructura parecida: el médico inexperto y asustado por lo que le vendrá que, gracias a su seguridad, supera instintivamente los problemas a los que se enfrenta. Hay algo de ingenuidad que puede pasar por arrogancia, y bueno, Bulgákov tampoco era Chéjov (aunque los dos compartían el oficio de médico), con lo cual encontramos cierta aspereza en esos primeros intentos de contar. Eso no evita que su escritura empiece a palpitar, brille por momentos e intente coger aire. Así en Ventisca logra construir un relato, algo cruel, de aventuras, mientras en La erupción estrellada, le permite construir un discurso más elaborado sobre su labor como médico o sobre el lugar que la medicina puede ocupar en un rincón alejado del mundo, aún sin abandonar un cierto egocentrismo. Hasta que llega a Morfina, uno de sus relatos más conocidos individualmente. El médico Bulgákov se hace a un lado y cede el protagonismo a otro de sus colegas, en la forma de diario póstumo. Así, la relación de este con la morfina y su adicción a ella se convierte en una desgarradora narración de un proceso de autodestrucción, acompañado de una historia de amor, de entrega.
Si bien, como decía, Bulgákov no es Chéjov (¿y quién lo es?), eso no le impide acercarse en cierto modo a la escritura irónica de aquel en Las tinieblas egipcias, otro de sus relatos más conseguidos, a través de la ignorancia de la gente y las interpretaciones disparatadas de las recetas. Ahí, de nuevo, vuelve a coger aliento esa ironía de la que luego hará gala en El maestro y Margarita, ironía que también se extenderá a Un ojo desaparecido, un relato sobre la posibilidad de errar (en línea totalmente contraria a los primeros, que trataban un poco sobre la infalibilidad, aún en la ignorancia y el miedo).
Paso las hojas de Las cartas a Stalin. Hay un encarte con fotografías. Entre ellas, una de Bulgákov, en 1928, subido en un avión de feria con Baratov. Saluda levantando el sombrero y sonríe con aspecto de colegial travieso. Un año después empezaba su viaje a los infiernos de la mano del dictador. Escribió: “Estoy agotado”. Habían pasado catorce años desde su comienzos como médico.