Diario de 1926, de Robert Walser (La uña rota) | por Óscar Brox
Antes de ingresar en el psiquiátrico de una localidad cercana a Berna, Robert Walser cultivó un recogimiento social que contrastaba con su fecunda creación literaria, dispersada en pequeños textos de prosa y poemas. La década de los 20, en la que su autor afrontaba ya una madurez casi completa, alumbraba La rosa -una recopilación que aquí editó Siruela- y, entre otros, un relato titulado Diario de 1926, que Walser escribió a lápiz en el reverso de las hojas de un calendario. Un borrador que no llegaría a publicar, pues su ingreso fue solo un paso antes de recalar en su destino final, una clínica de Herisau, en la zona centro-este de Suiza, donde encontraría su muerte en la Navidad de 1956. De ahí, pues, la importancia de esta recuperación literaria que nos trae, por primera vez en castellano, la editorial La uña rota, una nueva muesca en la delicadísima obra de su autor.
Si hay un gesto que caracteriza a la obra walseriana, ese es la naturalidad con que expresa cada uno de sus pensamientos, como si las palabras brotasen durante un paseo, en mitad del camino, plasmadas sobre la hoja en pleno movimiento. En Diario de 1926 no son pocas las ocasiones en que su autor se cita con alguien para conversar en el claro de un bosque o en el jardín de la ciudad, tampoco en las que se abandona a sus meditaciones entre las hojas de otoño. Así, aunque falso, uno tiene la sensación de estar atravesando cada periodo que parece esconderse tras su escritura irregular, digresiva, plagada de meandros y fugas. Y, sin embargo, todo es una gigantesca evocación del retrato de un artista y su tiempo. Porque la narración de Walser salta continuamente de lo personal a lo público, de la percepción a la impostura, del enamoramiento a la crítica acerada, donde su vida y su tiempo caminan en paralelo. He ahí, pues, la belleza con que describe determinados sentimientos amorosos -fugaces y transitorios, como una pequeña chispa que enseguida desaparece- y la mordacidad con que se interroga no solo por su estilo y maneras, sino por las de sus coetáneos y herederos.
Mientras escribe, describe y enuncia su romance con una mujer llamada Erna, para la que redacta una carta que formará parte del diario, Walser analiza, como si se tratase de partes de su anatomía, aquellos rasgos que lo definen: ¿acaso el poeta está por debajo del escritor como el sirviente lo está del potentado? ¿Es su aire desgreñado, reservado y autárquico, un signo de desdén hacia los salones y las modas contemporáneas? En el fondo, con aire travieso, Walser necesita convocar las palabras de otra persona para subrayar las suyas propias. Así, evoca las de una muchacha para afirmar la delicadísima ternura de la pasión que transmiten sus escritos, tan vivaces que reflejan la mediocridad de su realidad; retoma una cuestión literaria con un antiguo compañero para advertir la falta de fondo con el que se dibujan los estilos y la escritura; y muestra la vanidad inherente a la profesión de la cultura, uña y carne que no pueden despegarse tan fácilmente.
Lo hermoso de la escritura walseriana es que no conoce de regímenes ni jerarquías, es decir, que es capaz de embutir en un renglón todo aquello que pasa en ese momento por su cabeza, desde lo más elevado a lo más modesto. Y aunque el propio escritor suizo defienda la simplicidad del diario, de las impresiones en bruto, por encima del más elaborado dietario, lo cierto es que esta miniatura escrita a lápiz exhibe lo mejor de Walser: su inquebrantable precisión para extraer, invocar y atrapar la belleza de cada cosa, incluso del vacío pueril que acecha al oficio de escritor. Paseos, reflexiones o conversaciones, en voz alta y en voz baja, describen un caudal expresivo tan condenadamente rico que obliga a leer una y otra vez cada página para captar sus matices, su bellísima prosa incapaz de resistirse a apuntar el detalle de lo que le rodea.
Alejado de cualquier corsé literario, Robert Walser es uno de esos autores cuya riqueza hay que buscar en los márgenes, en ese mundo aparte construido con la delicadeza de cada descripción y las palabras cuidadosamente escogidas. Si leer sus Sueños invita a sumirse en una especie de irrealidad arrebatadoramente cautivadora, trufada de matices, fantasías y hermosas evocaciones, este minúsculo Diario de 1926 desgajado de su obra completa es como un alto en el bosque. En ese bosque nevado que en la Navidad de 1956 le vio dar su último paseo antes del final, secreto y solitario. Acompañado de una belleza que ni el silencio pudo extinguir.