Recuerdo…, de Natalie Barney (Tránsito) Traducción de Lydia Vázquez | por Gema Monlleó
“Yo, diminuta cosa sin ruido,
soy un espasmo de piedra,
un grito que se ahoga en el fervor de la porcelana”
Una flor sin pupila y la mujer de nieve, Begoña Méndez
Me encantan los libritos-joya. Esos libros minis que abren la tapa del cofre de un tesoro inesperado. Recuerdo… (Natalie Barney, Dayton, Ohio 1876 – París, 1972) es uno de ellos. Un caudal pequeño de poemas en prosa, de casi aforismos, de pensamientos tan líricos como a menudo desesperados, de fragmentos que podrían ser cartas o entradas de un diario en los que Barney exhorta y glorifica su amor por la poeta de origen británico Renée Vivien.
Barney, expatriada en París tras el repudio de su tradicional familia estadounidense a sus inclinaciones lésbicas aunque conservando su privilegiada posición económica, se convirtió en la anfitriona de un salón literario feminista en su casa de la Rive Gauche en París por el que desfilaron las intelectuales de la época (Colette, Radclyffe Hall, Tamara de Lempicka, Isadora Duncan, Anaïs Nin, Gertrude Stein y también algunos hombres como Paul Valery, Ezra Pound, Marcel Proust o Gabrielle D’Annunzio). Su salonnière, su vida, y su apuesta por el amor libre y lo que hoy denominamos poliamor, inspiró algunas novelas como El almanaque de las mujeres (Djuna Barnes, 1928), El pozo de la soledad (Marguerite Radclyffe Hall, 1928) o Después de Safo de Selby Wynn Scwartz (Alianza, 2023).
Quizás fue en una de las lecturas de poesía en su salón donde Barney conoció a Renée Vivien (“y mi primer impulso hacia ella fue un impulso de amor”), protagonista in absentia de este Recuerdo…, escrito como trágica dádiva para glosar y recuperar un amor intermitente que se vería fatalmente interrumpido por la muerte temprana de Vivien. La estructura de la obra recorre los estadios del amor: la pasión inicial (“mientras las flores abrían sus pétalos, ella abrió los párpados”), la ruptura (“Una noche su recuerdo estaba sobre mí como la estela de la luna sobre el mar. / Yo la llamaba”), el lamento por el amor perdido (“volví a ver a mi amada, y me reencontré con la vida, y me reencontré con la muerte al verla”), el deseo de reconciliación (“¿No teméis enfrentaros a la esperanza de los retornos imposibles?”), la imposibilidad de recuperar el amor (“solo yo me consumo, inconsolable, y ni siquiera el sueño quiere saber ya nada de mí”), y la aceptación oscilante entre la resignación (“Recuerdo las veladas rojas, y sus risas, y sus gemidos, y sus quejas, y sus silencios rotos”) y el desasosiego (“ayer rompí los espejos, pues me niego a seguir viendo los rasgos que tú olvidas”).
Leo Recuerdo… (escrito en 1904) a pequeños sorbos, paladeando la intensidad de cada fragmento y acompañando a Barney en su desgarradora celebración de la pasión (porque en la pérdida está implícito el triunfo de lo conseguido anteriormente). La trascendencia física del amor, su noche oscura del alma (“¿Conoces las noches en las que el recuerdo se reaviva como una herida, y en las que te encierras para no ver la belleza de la luna naciente?”), es un espejo que eleva a herida universal la evocación de su particular herida por el amor que ya no es (ese que a todos nos ha contenido o contiene). Monólogo introspectivo, melancólico, desafiante, que sublima el amor, y el pasado, y la distancia, y la fugacidad, sin moralismos ni autocomplacencia (“La luz, que apaga toda claridad ardiente y delicada, ha apagado en ti el deseo y la inspiración del deseo, y yo te llamo en vano”).
Recuerdo… es un canto rebelde, transgresor, político en la transparencia de su lesbianismo, honesto y lírico de la memoria de un amor frágil cuya exposición revela un casi onírico acto de resistencia. La belleza del dolor impúdico ( y ese ritornello: “pero yo me quedé con mi dolor, que me es familiar y dulce”, “que me es familiar y suave”), la emocionalidad envuelta en la naturaleza simbólica (“Pero el mar no ama a los que mece en su seno, pues el mar también tiene una amante lejana”), y la fisicidad de algunos fragmentos que explicitan su margen sáfico (“yo le enseñé la voluptuosidad de los besos silenciosos y de las manos que se buscan hasta estrecharse con alegría”) convierten la obra (publicada de forma anónima en 1910) en una elegía tan triste como libre y compleja.
La poeta Luna Miguel escribe en el prólogo que esta obra, inédita entonces, sirvió como “conjuro” para que Vivien regresase a Barney. La endeble reconciliación entre ambas (que inspiraría la novela de Maria Mercè Marçal La passió segons Renée Vivien, 1994) las llevó a la isla de Lesbos, donde soñaron con crear una escuela de poesía para mujeres como la que Safo había fundado 2500 años antes. Su última ruptura devino definitiva tras el “dejarse ir” de Vivien en 1909 (¿evocado premonitoriamente en ese “mi muerta viviente, mi deseo de ser vencida solo desea ya tu calma y su plenitud”?) aunque ello no impidió que Barney-Calipso siguiese escribiendo los últimos textos de este libro en su cueva marina de París (“la noche te sigue como una hermana sombría, la noche acompañada de flautas invisibles”).
Puede leerse entonces Recuerdo…, una vez que la muerte estalla, como un sensorial libro de luto, como el lamento sísifo de la no-posibilidad, como la inmortalización de una pasión ya imposible e incorruptible, como la sublimación redentora de una pérdida, como un cara a cara espectral en el que la muerte y la vida oscilan de Barney a Vivien, sujetos deseantes ambas, y de Vivien a Barney: “Solo te quiero a ti en la vida, solo te quiero a ti en la muerte… Solo me quedan fuerzas para vivir o morir… ¡Ven!…”
Muere la vida. La pérdida es el exilio del deseo. Y Barney exorciza el olvido cuando el eco de la memoria de su amor se hace literatura.
Coda: Con este título la editorial Tránsito inaugura su Colección Miniaturas: libros menudos de no ficción (diarios, crónicas, ensayos, meditaciones) o de ficción breve.