El archivo de los sentimientos, de Peter Stamm (Acantilado) Traducción de José Aníbal Campos | por Juan Jiménez García
El archivo de los sentimientos es mi primera lectura de Peter Stamm. Pensaba, Peter Stamm es Thomas Bernhard sin la escritura de Thomas Bernhard. Pienso. Sus personajes tienen esa misma distancia, esa distancia insuperable entre ellos. Esa relación de rareza con la realidad. Igual es algo que tiene que ver con una cierta tendencia de la literatura alemana. Stamm es suizo, cierto, como Bernhard o Handke son austriacos, como… También habitan tiempos diferentes, pero qué duda cabe que existen esos vasos comunicantes (escribía vientos). En la historia de este archivista retirado que no quiere saber nada de nadie, misántropo, anclado a sus costumbres de años, confundido entre lo que sucedió, lo que sucede, lo que podría suceder, los ecos se multiplican. El eco es ese habitante de la soledad, de los espacios vacíos. El espacio vacío es el lugar natural de estos personajes. Viven rodeados y, sin embargo, aislados. Alrededor de ellos, la idea de una cosa. Una relación. El documentalista piensa en Franziska, su primer y seguramente único amor, pese a lo efímero de esta relación y a lo prolongado de otras. El tiempo no siempre es significativo. Se conocieron en su juventud y compartían cosas. Entre esas cosas compartidas, estaban los gestos. Él no entendía muy bien estos gestos. Ahora, con más de treinta años pasados, igual cree entender algo. Oportunidades perdidas. Ella quería decirle… Se pregunta si le amaba. Hay mucha duda en esta novela, una duda que provoca zozobra. La duda, al principio, es una grieta. Luego, esa grieta hace que se derrumben paredes, habitaciones, casas enteras. Castillos. A él le despidieron. Qué podía hacer un archivista en los tiempos de lo digital. Él, unas tijeras, unas carpetas. Heredada la casa de su madre, decide llevarse el archivo en el que había trabajado durante años, al sótano. Seguir como si nada hubiera pasado. Pensar, clasificar. Clasificar es algo mecánico, responde a unas reglas inmutables durante una infinidad de años. Pensar… No puede escapar a su pasado. En realidad, tampoco quiere. Ahí está bien. Vuelve sobre algunos momentos con Franziska, porque su relación con Franziska (de nombre artístico Fabianne, porque se dedicó a la canción… Él mismo le propuso ese nombre), es una sucesión de instantes. La memoria tiene eso, una simplificación, cuando no una mistificación. Una carpeta llena de elipses. También están aquellas otras relaciones, que tenían tanto de desapego. Pero ¿se pueden compartir tantos años juntos con ese desapego? Vive en el engaño, pero la va bien. Podríamos creer que busca respuestas, pero tal vez eso sea una exageración. Esa especie de introversión tiene un mucho de cobardía. Le gusta el silencio y los silencios. Callar. Es decidido, pero también lo es en su propia descomposición. Descomposición es una buena palabra para entender esos últimos tiempos. Primero está el orden. Luego el orden se pierde. Perdido el orden, las cosas empiezan a disociarse. Disociadas, es fácil dejarlas. Abandonar. Sigue pensando en Franziska. Todos sus pensamientos son solo ella. Cuando recuerda sus años en París, la relación con aquella compañera del archivo, la relación con una amiga íntima de Franziska, todo eso solo tiene sentido como los espacios creados en su relación y no relación con ella. En un determinado momento, toda su vida le parece miserable en relación a aquellos años. ¿Entonces? Dice: ¿Habría sido más feliz estando con ella? ¿Con qué habría soñado después? Elegir los sueños frente a la realidad o una realidad imaginada frente a una inevitable, incontestable. La complejidad de las relaciones sustituida por su simulación. Al final, pensar que más allá hay algo. Si miras bien, allá, lejano, hay algo.