Éxtasis en una noche de verano, de Rocío Collins (H&O Editores) | por Gema Monlleó
“Bilingües sierpes manchadas
y erizos, no os dejéis ver.
Orvetos y lagartijas
a la reina no toquéis.
Los trinos del ruiseñor
Arrullen su sueño en paz,
y no le turben encantos,
magia, hechizos ni mal”
El sueño de una noche de verano, William Shakespeare
Algunos libros penetran en el cuerpo por la piel en lugar de por los ojos. Este es el caso de Éxtasis en una noche de verano, primera novela (¡primera!) de Rocío Collins (Madrid, 1993), que ha sumergido mis termoreceptores en un mix de sensaciones que, lo juro por Lana (del Rey), sólo puedo definir como lisérgica felicidad lectora.
Agnes Grace “de los páramos perdidos” y Ava-Bijou (sí, los nombres, ¡qué bien bautiza Collins!) son las dos amigas protagonistas de esta puesta al día de la noche estival shakesperiana. Ava, bellezón, highlighter, “afrodita de oro con un pirsin en el ombligo y cristales en el coño”, “cintura encorsetada y culo medido con la sucesión de Fibonacci”, rica, huérfana de madre, lista, narcisista, hortera rendida a Gaultier-McQueen-Westwood-Dior, la que “sabe lucir como una mantis orquídea entre mariposas”. Y Agnes, pelirroja y gorda, huérfana de padres suicidas (plathinífila ella, sifilítico él), criada por dos tías que “están como unas maracas” en un castillo fruto de rentas anteriores (que no puedo evitar que me recuerde al castillo y la familia de la película Muchos hijos, un mono y un castillo, Gustavo Salmerón), educada junto a Ava (gracias al padre de Ava) en un peculiar homeschooling con institutrices del siglo XXI, trasunta de Elizabeth Bennet y de Robert Walser en la dupla caminar-pensar, enamoradicísima siempre, rabiosa a veces, rendida a la ternurita otras (“si soplan mi corazón, me bajan las bragas”). Ava y Agnes, amigas y hermanas, “dos cerezas mellizas”, puro ying-yang imantado, dos “margaritas a medianoche” invocadas al unísono, dos huérfanas que oran a Lady Di (“nuestra madre viva para siempre”) y que tienen su propia pregunta epopéyica emulando a la tragedia de los Andes: “¿sigo siendo la única persona que no te comerías si estuviésemos en Leningrado en febrero de 1942?”.
Agnes y Ava en una noche de verano, en la noche de verano del Athenas Forest, “el festival más queer de la era contemporánea”, “el Woodstock gay y bien organizado del siglo XXI”, un evento exclusivísimo que se celebra en el bosque de una reserva natural, con entradas prohibitivas tanto en precio como en la posibilidad de adquisición, un espacio seguro y libre sin “mirada heteropatriarcal que nos juzgue” (¿seguro?) y cuyo leitmotiv en esta ocasión son los cuentos de hadas y demonios (y de ambos grupos, doy fe, hay y hay y hay). Un país de las queermaravillas en el que “se aplauden la fantasía y la irreverencia. Y el derecho a reivindicarlas”.
Ava y Agnes que, de la mano invisible de Deigory Kirke, penetran en el bosque y, desde el ambiente burbujeante en el que vibran las -sus- expectativas (incluida la exclusiva tienda “tipo safari Isak Dinesen”), abrazan el hedonismo, la armonía fluida de los cuerpos y se entregan a todos los laberintos existentes (incluidos los que ellas mismas provocan). Agnes, Ava y sus planes: bailar buscando el orgullo de Janis y Jane (Joplin y Eyre), gozar de la diversidad sexual (del “ojo por ojo, polvo por polvo” a “cualquier beso de One from the heart”), tastar su arsenal de drogas (gracias, papá-Bijou), no decir no al alcohol (incluyendo “licor de piratas bolcheviques”) mezclado en sudor (“como Antígona contra Creonte demandando un chupito de Jäger”), y preparar la piel para los tatuajes, el naturismo, y la proclamación de conjuros. ¿Domar las tormentas y ser forma y parte de un aquelarre? También.
En Éxtasis en una noche de verano las protagonistas son Agnes y Ava, pero a su alrededor orbitan una galería de personajes secundarios que, desde la rabia, el nihilismo (¡ainssssss ese Demetrio!), la orgullosa reivindicación de clase, la indefinición -o no- de género (“con menudo Tadzio hemos topado”), el exhibicionismo y una impudicia máxima convierten el Athenas Forest en el festival de la polifonía. En cada uno de ellos, desde cada uno de ellos, la realidad es su realidad, la visión del mundo es su visión del mundo, y el festival queer es el festival más rashomoniano posible: defensa de las libertades para unos, transgresión innecesaria para otros, obscena exposición para los de más allá, y -por vía lectora- el análisis y contraanálisis de sus propios torbellinos emocionales en sentencias arrolladoras (“lo tenemos to: mariconas, trans, brujas, socialismo y cartas astrales gratuitas”).
Collins se sirve del abanico de voces para montar un puzle de inquietudes contemporáneas: la fractura del ascensor de clase, el baile de culpabilidades por diversos tipos de abandono, la lógica implacable del capitalismo, la defensa del goce por encima de lo sexual, el retrato de la más banal y arrogante (y machista y sexista y clasista) heterosexualidad y también de la más desprejuiciada (ese Neil “escudero desconocido de pelo azul”), la reivindicación lectora con ese casi club de lectura sobre las escritoras del XIX (en el que la “presencia gitana superpoderosa, envuelta en raso rojo, ardiendo” en mi imaginación tiene los rasgos de la Liddell -a ver si sólo vosotr@s, personajes, vais a tener obsesiones!-), el pánico a los sentimientos amorosos (que parecen) demasiado profundos, el calor de la tribu que suple vivencias cercenadas (“¿Es esto lo que siente una hija al ser vestida por su mamá? Me recogen y me acomodan el vestido. Mi primera comunión drag y/o travesti”), la crítica a la moralina cristiana, la rabia como espita ante la violencia homófoba, el existencialismo inherente a la post-adolescencia-primera-juventud (“¿Qué sentido tiene hacerme mayor para pagar empastes dentales en vez de quedarme bailando en una aurora boreal para siempre?”), la sátira del intelectualismo a destiempo (“la droga me devuelve al materialismo bajo de Bataille”) y la consagración de la sororidad femenina (“stop making rivalidad entre mujeres great again”) y su empoderamiento (“Gózalo. Honra el look, sírvelo. Enarbola tu poder”). En esta noche de verano, sacralización inicial de la ociosidad y finalmente bandera de la ufanía, los límites y las fronteras se disuelven como un ácido en la boca y la resaca es tanto por la fiesta como por la autoconciencia.
Collins, alquimista literaria con formación teatral y artista performer, despliega en los cinco actos de Éxtasis en una noche de verano (cinco, como en el sueño estival de Shakespeare con quien también comparte nombres de personajes) una mixtura total de géneros: la narración en primera persona en boca de cada uno de los protagonistas de las escenas dramatúrgicas (con descripción ambiental included), la poesía en verso fruto del colocón por drogas varias y simultáneas (“¿tengo conexiones nerviosas sobre los pezones? / he vuelto y voy por ti, Gabriel Oak, señor Darcy de mis humedades / manantial bíblico”) a los poemas enumerativos en prosa (la lista de todos los lugares donde Helena podría sufrir una agresión sexual –“en recitales de poesía en cafés de madera”-, las preguntas escuchadas junto a la instalación urinaria portátil: “¿no te parece que las vírgenes cristianas en los dibujos parecen coños medievales?”…), el verbo en verso florido de Lisandro (“¡Oh, piedad, joven de corazón de sílex! / Solo un beso te imploro; ¿por qué eres tan esquiva?”) o los relatos a dos voces intercaladas de doble justificación (tipográfica, argumentativa). Un canto a la diversidad (en estilo, en estructura, en temáticas) aderezado con brilli-brilli de adjetivos e incrustaciones lentejuélicas en diálogos de lisérgica vivacidad, dando lugar a un paisaje que tanto podría pintar Van Gogh como filmar Sofia Coppola (la imagen díptica es de Collins, no mía).
En este mix extasiado, en este punto de fuga de las leyes cotidianas, las referencias literarias son una constante en boca (¡y actos!) de los personajes. A la pléyade de escritoras victorianas se les suman Pizarnik, Bukowski, Tolstói, Blake, Duras (“Marguerite Duras veía purpurina en el sudor postcoital”, sic -¡sic!-), Rimbaud, Ginsberg, Woolf…, las referencias artísticas de Remedios Varo (¡cuánt@s cazador@s de cabelleras saliendo del psicoanalista!), el degüello de Marat, el “sangriento y anatómico” Pollock, la policromía de Hilma af Klint, la abstracta belleza de los cuadros de Leonora Carrington y el chimpún de los excesos de Visconti en Il Gatopardo y (obviously!) Ludwig. Todo un abanico estético de hadas y demonios circulando entre canciones míticas por el bosque.
Termino el libro como Agnes y Ava en la entrada del festival: fascinada-ojiplática-pletórica, infinitamente eufórica (“¡oh santas Bennet, Woodhouse, Eyre y todos los maricas Andersen!”), “fansta-si-extasiada” (Agnes dixit), abducida tanto por el léxico como por la agilidad mental de estos personajes collinsianos con los que he reído, bailado, celebrado, gemido, aplaudido, llorado, sufrido y gozado. Termino el libro exhausta y feliz, empática y entregada, obnubilada y estival, y afirmando, como en uno de los soliloquios en verso de Agnes, “Yo morí por la belleza”. Termino el libro y en mi mente resuena la pregunta de Lisandro a Ava “¿Sois doncella o maravilla?”, pregunta que yo, cogiendo el testigo, le lanzo a Collins sabiendo de antemano que la respuesta, no hay duda, es: maravilla.
Termino el libro gritando: “Que galopen las garzas y las ciervas”.
Galopemos, galopemos tod@s con las garzas y las ciervas.
La amazona Collins nos guía.
Ophelia, Julieta, Cordelia, Lavinia, Desdémona preparan la pira purificadora.
El verano es eterno.
“El fuego nos pertenece”
Bailemos, saltemos, gocemos.
“Con las gotas del rocío
consagremos esta casa,
donde a sus dueños escasa
nunca la dicha será.
Cantad y bailad ahora
hasta que raye la aurora” (*)
Coda: Recomiendo leer este libro con la sinestésica lista de reproducción de Spotify homónima al título de la novela.
(*) El sueño de una noche de verano, William Shakespeare