Siempre vengo de noche, de Alberto Cortés (Continta me tienes) | por Juan Jiménez García

Alberto Cortés | Siempre vengo de noche

Siempre vengo de noche es teatro o escena, es cuaderno de notas o diario, es obra, es incluso un poema que cierra el libro, de Berta García Faet. Para mí, como escribe Alberto Cortés, continúa hacia el vacío. Pero el vacío, como vaciado interior, como espacio en blanco hacia el que se abisman las palabras. Hay muchos espacios en blancos en ella. La obra busca su representación, pero incluso la escritura busca su representación, ahí, en el papel, en su disposición, en su sentido del espacio, de ocupar ese espacio. Cortés da mucha importancia a las palabras. Tanta como para intentar reducirlas, llevarlas a un mínimo, que aquí no es ausencia, sino justa presencia. Tienen que ser las necesarias para contar esta historia con fantasma. Se suceden las playas y las páginas igual son la inmensidad del mar en el que algo flota o la arena en la que encontramos cuerpos. En el diario-notas que acompaña la edición, están las dudas, la construcción, el deseo, la incertidumbre, incluso la ausencia, con la necesidad de callar, no hablar, para recuperar la voz dañada. La obra, sería el tránsito por la herida, la pérdida. Hay una superposición que nada tiene que ver con un cómo se hizo sino más bien con un cómo se vive y como se escribe de desde esa vivencia. Quién me ha puesto aquí arriba otra vez, se pregunta. La necesidad, tal vez, de contar, de compartir, de convivir. Los fantasmas, siempre los fantasmas. 

No solo es palabra, es paisaje. Se reclama como paisaje en el acto segundo. Tumbaos sobre mí para descansar. Es un lugar al que se llega, un lugar que dice, que nos interpela, que pide ser habitado. Por la obra, discurren las penas del joven Werther, Hölderlin, Novalis, Anne Carson,… También hay unas notas, que son como el mecanismo que mueve las cosas, o como el aire que respira. Hay un temor, hay un miedo. Escribe: he sido recipiente para hombres mucho tiempo / temo que te hayas quedado dentro. Hay está, de alguna forma, la historia universal de las relaciones. Una historia íntima. Cómo no pensar que lo último será lo definitivo. El agotamiento de los comienzos. La casa deshabitada de los finales. Tránsitos como caídas. En otro parte, en otro lugar: ocupas todo el espacio 

La poesía como curación, como acto sanador. Las palabras se dejan caer por las páginas. No es un gesto, es una convicción. La poesía, la obra, recoge todos aquellos que somos. En él: el fantasma, el amante herido, el poeta, el performer, el marica. Tras la obra, pero antes de la obra, el Cuaderno, tiene un sentido propio. No es la base, el andamiaje, sino sustancia. Es como el estado de ánimo de un cuerpo que respira. Allí confiesa ese intento de romper el lenguaje que el fin de que aparezca otro. Se congratula de Anne Carson o Georges Bataille le permitan no ser Anne Carson o Georges Bataille. Otra forma de liberación. Escribe sobre la importancia del número de palabras. El número de palabras busca la esencia del lenguaje. No se trata de que haya un sentido de ausencia, sino de que nada está de más. Si algo me sobra en el escenario estoy perdido, escribe. Esa búsqueda del punto exacto, es su tormento y sus días, y el resultado (se queda con la palabra) es una obra cargada de visiones. Después de todo, y a través de esa sucesión de visiones, exactitud de la palabra, presencia escénica, lo que busca es la profundidad que puede encontrarse en la sencillez. La sencillez que tanto cuesta alcanzar, en este mundo de ruido. Que se nos enseñe a ver más fino, más hondo y sobre todo más lento. Escribe. Ya nada más se puede decir. 


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