Primero estaba el mar, de Tomás González (Sexto Piso) | por Gema Monlleó

Tomás González | Primero estaba el mar

“así que corremos hacia el infierno,
pero ya estamos en el infierno, 
así que corremos hacia el diablo 
y su oferta y su cruce de caminos”
Anti-folk, Adrián Bernal 

Hay una frontera difusa entre el cambio y la huida, entre la decisión y la evasión, entre la transformación y la (auto)dispersión. Hay una frontera difusa entre el deseo de y la utopía por. Hay una frontera difusa entre la búsqueda de otras fronteras y la aceptación de los propios límites. De tránsitos y destinos, de oportunidades y determinismo, de revoluciones (interiores) y derrotas, de todo ello trata Primero estaba el mar, la primera novela de Tomás González (Medellín, 1950) recuperada ahora por Sexto Piso tras el éxito de la reciente La luz difícil. 

Elena y J. (él, el hombre sin nombre, motor de la acción, red de arrastre de Elena, infeliz y utópico, inconstante e infantil también) abandonan Medellín para instalarse en la finca en la que han invertido su capital presente y futuro. Una finca junto al mar. Una finca junto a la selva. Una finca en la que la naturaleza acompaña, envuelve y oprime. Un baúl con libros (él), una máquina de coser (ella). El patrimonio del pasado empacado a modo de nuevos regalos en la noche de reyes.  

Y una casa destartalada y sucia, y el hueco roto de una claraboya, y unas ventanas cegadas, y el polvo, y los catres en esqueleto, y bandadas de murciélagos, y las tejas sueltas, y los nidos de ratones, y los sanitarios podridos, y las herramientas oxidadas, y los puchos de tabaco, y los plásticos y alambres, y los pedazos de manguera, y las cucarachas secas… Pero y el mar: “la visión del mar desde el interior de la casa le llegó a los intestinos y lo hizo sentir feliz”. Pero y la playa: “a diez metros de la casa había una playa pedregosa; piedras medianas, pedazos de caracol y ripio de coral producían al caer las olas un ruido acascabelado, como de maracas”. Pero y los pájaros y las lagartijas y los micos y las vacas. Pero y el gran mango: “así me imaginaba el árbol del bien y el mal”.  

J. y Elena dejan en la ciudad la violencia, la desesperanza de un futuro opaco, el aguardiente en demasía, las láminas quemadas de Modigliani y Picasso, las noches que amanecen en desorden y dando traspiés. Y refundan su (¿maltrecha?) relación de pareja en una cama enorme (“un lecho más que doble, sólido como un altar mayor”), una isla en la isla, una guarida íntima protegida por Dostoievski, Bertol Brecht, Neruda, Camus y Hegel. J., “mezcla entre Jimmy Hendrix y algún personaje de La vorágine”. Elena, “una versión rocanrolera de María Félix”.

Elena y J. desean un hogar construido sobre un sueño a medio camino entre la justicia capitalista (si es que tal cosa existe) y el anarquismo (si es que tal cosa es posible). Y J. lo intenta, y se integra, y visita las fincas cercanas, y confía en una utopía posible. Y Elena se siente por una vez dueña y señora, y maltrata, y oprime (“¿vos es que te vas sintiendo reina aquí?”), y desconfía y cerca la (que ella cree su) playa (“había que esperar a que su furia hirviera primero y después se cansara de sí misma, como los volcanes”), un cercado con alambres que se tejen y se destejen, Elena cual damnificada de una Penélope elíptica. Y el pasado, el Medellín de ambos, el del adiós y el hasta nunca pero le dejo dinero a un familiar y no me lo devuelve y me roba y tengo que pedir un préstamo (hola, Fernando, el banquero cabal) y la derrota se huele y es efluvio de alcohol y sexo antes de regresar con la frente marchita y el deseo escaso y los principios descomponiéndose aunque “por el sol y el mar no nos cobran”… 

Y la naturaleza no es sólo el mar y la selva. Es también las pacas, los armadillos, los pavos que ya escasean ante el mordisco humano de la caza. Es también la exuberancia de los mangos y los plataneros. Es también las ceibas que crecen junto a los muñones de las otras ceibas, las serradas (las ceibas que son y no serán cuando J. se vea obligado –adiós, principio de principios, adiós, sueño ecológico- a cortarlas: “Tocará participar en la Gesta del Hacha, como dicen los poetas de raza”). Es también la vegetación trepando sobre las lápidas del cementerio cercano. Es también los pargos, las cojinúas, los sábalos y las mojarras que pesca Salomón y que salan y ahúman antes que terminen, avalancha de peces en la cocina, pudriéndose (y en el pudrirse del primer invierno la premonición, el aviso, el hedor de la descomposición de los -esos y otros- cuerpos). Es también las ollas abolladas de cangrejos guisados que van y vienen en un anhelo (bello) de comunidad. Es también la virgen de yeso y la radio de plástico y el café negro. Y es también la luna (“aquella porción de luz amarilla, diminuta cavidad de amor bajo la inmensa noche”), mensajera de la muerte en Lorca, que aquí, junto al mar, ilumina y ciega mientras señala. 

Y a medida que el mar ruge más alto y se oscurece (“gruesas nubes, gris oscuro, comenzaron a sobrevolar el mar, haciéndolo hermosamente lúgubre y eterno”), que las tormentas descargan lluvias y truenos y ventoleras, el silencio va apoderándose de la casa, el hermetismo coloniza el interior (“del mutismo amargo pasó a la acidez atenta”). Y las gaviotas graznan y los aguaceros masivos se eternizan y el calor plomizo deja paso a un frescor sombrío, tan sombrío como la habitación en la que Elena duerme y duerme y duerme y J. bebe y bebe y bebe agotado ya el erotismo de sus huesos. Y el tiempo es rotura y ruptura, es destrucción y descomposición. Y la vida es una pelea constante, la de Elena con J., la de J. con su utopía, la de ambos con los aserradores y los fiados de la tienda y el aguardiente que pone a J. “literario” y las miradas de una curiosidad quizás ya no tan legítima. Y el naufragio es una ceiba mal cortada, un préstamo que no decrece, un silencio (“conversaciones moribundas”) plagado de insultos y golpes, una soledad mal disfrazada de libertad. 

Primero estaba el mar, y cuando J. ya no esté, y cuando Elena se haya marchado (“se habían ofendido en el cuerpo y en el espíritu”), y cuando la selva esté maltrecha, y cuando el agite alcohólico se detenga, y cuando el desamparo y la tristeza, y cuando la apatía y el cansancio… el mar seguirá, seguirá estando, como si J., y Elena, y los sueños de una vida si no mejor sí distinta, no hubiesen existido nunca. Y el mar rugirá, y la playa escupirá conchas y erizos, y la lluvia arreciará y se multiplicarán las aguas que borrarán las huellas, el pasado, la insignificancia del hombre frente a la naturaleza, la pequeñez del deseo humano ante las olas: “la respiración de un animal dormido”.  

Y es en que Primero estaba el mar primero estaban la desigualdad, la clase, la raza, la propiedad y el trabajo. Primero estaban la ceguera y la cobardía. Primero estaban los sueños sin la voluntad del qué hacer para cumplirlos. Primero estaban las pulsiones más bajas y el herirse y el gritarse y el encegarse porque primero estaba también la rabia. Y en Primero estaba el mar la demolición primera es la de los principios, el no-future de una acracia imposible, la confusión que gangrena los ideales, la autodestrucción íntima y expansiva que arrasa hasta allí donde la mano del hombre llega. Muerte y vida, ciclos y mareas, la violencia como sombra inexcusable, un hilo entre los diques de Marguerite Duras y Onetti, otro entre Lorca y Mariana Enríquez, materialismo vs la ética de la trascendencia, pura y contradictoria humanidad colisionando contra la hostilidad del entorno (individuo y naturaleza) cuando este se siente amenazado. Una derrota, gracias a la poética de González, tan desasosegante como bella. 

(*) El título de la reseña pertenece a este fragmento de En el camino de Jack Kerouac: “Brindemos por los locos, por los inadaptados, por los rebeldes, por los alborotadores, por los que no encajan, por los que ven las cosas de una manera diferente. No les gustan las reglas y no respetan el statu-quo. Los puedes citar, no estar de acuerdo con ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Pero lo que no puedes hacer es ignorarlos. Porque cambian las cosas. Empujan adelante la raza humana. Mientras algunos los ven como locos, nosotros vemos como genios. Porque las personas que se creen tan locas como para pensar que puedan cambiar el mundo, son las que lo hacen…”. 

 


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