Diamantes, de Esther Singer Kreitman (Xórdica) Traducción de Rhoda henelde y Jacob Abecasís | por Juan Jiménez García

Esther Singer Kreitman | Diamantes

El mundo se ha detenido. Gira, sí, pero lentamente, siguiendo los deseos de Guedalyahu Berman. Para él, no es otra cosa que su familia y, por encima de todo, los negocios, negociar con diamantes. Estamos en Amberes, aunque Amberes sería mucho decir. En ese mundo detenido, está la bolsa y el barrio judío. Algunas cosas empiezan a cobrar vida y para Berman poco es demasiado. Su hijo David no es bueno en nada y pasa los días tumbado o por no se sabe dónde. Su hijo pequeño es aún muy joven aún y atolondrado. Su hija es una belleza, pero también es atolondrada, aunque no deje de ser la niña de sus ojos. Rójel, su mujer, es aquella línea tortuosa que une todas las cosas, todo el sufrimiento, el padecer por lo demás. Son una familia rica, pero eso no evita la avaricia de Berman. Acostumbrado a negociar, su relación con los demás no es más que otro tipo de negocio en el que intenta perder lo menos posible o que las cosas sean lo menos terribles. Del hijo primogénito, David, ese cabeza loca, espera poca cosa, que al menos tenga una buena boda. Hacer no sabe muy bien que hará. En realidad, de alguna manera, todo puede ser visto en forma de posición y dinero. Mientras, se mueve en esa comunidad judía, en la que están eso, los judíos y los demás. Como en esos barrios judíos cerrados (por voluntad propia y por la voluntad de los demás), no se concibe la vida fuera del judaísmo, y una boda con un o una goy sería una tragedia. 

Berman no lo es todo. Es aquel que atraviesa las páginas aun cuando no está, pero Esther Singer Kreitman también sigue el camino de los demás, de ese mundo moderno que se avecina (desde el socialismo hasta la llegada de la primera guerra mundial) y le da un espacio a cada personaje para que vivan en sus contradicciones, en esa ruptura del muro que rodea a la comunidad y, todavía más, al padre.  Cuando tienen que abandonar Amberes, porque la invasión alemana está próxima, en el mundo del patriarca las grietas, que ya estaban ahí, se van haciendo evidentes. Su partida a Londres le permite retomar los negocios (y ver también como otros, más jóvenes, están abriéndose paso a través de las nuevas oportunidades). Pero mientras recupera esto, mientras intenta continuar como si nada, diamantes y vida hubiera cambiado, todo va convirtiéndose en otra cosa. El mundo del mañana se adentra en el mundo del ayer, y lo inamovible (lo que él piensa inamovible), su existencia, coge otra deriva. Su intransigencia, esas piedras pesadas que arrastra (tradición, religión, negocios, convicciones profundas) acabarán por agotarle, por llevarle al único sitio donde puede ser como es. Esa victoria que es una completa derrota: la soledad. Quedar atrapado en la cárcel de su egocentrismo, de su egoísmo. Su misantropía, cada vez más acentuada, acabará por no encontrar otro interlocutor que él mismo. Un único lenguaje que entiende: el dinero. El dinero como fin último, tras el que solo se encuentra esterilidad. Un dinero que no produce nada, que no servirá a ninguna causa, que no aportará más felicidad a nadie, ni tan siquiera a él, para el que felicidad es una palabra muy grande, demasiado grande, innecesaria (satisfacción ya va bien).  

Así, Diamantes se convierte en un estudio psicológico de unos personajes, de una familia, que no llegan a encontrarse. Un estudio también de lo que era ser judío, de cómo ese encerrarse en todo un sistema de códigos, de ritos, de obligaciones, acaba por chocar contra un nuevo siglo en lo que solo será el comienzo del fin del mundo. Adiós a todo eso, sin saber muy bien aquello que llegará. El final de las apariencias.


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