Una odisea balcánica. Tras los pasos de la Mirada de Ulises, de César Campoy (Báltica) | por Juan Jiménez García

César Campoy | Una odisea balcánica

La primera película que vi de Theo Angelopoulos fue Paisaje en la niebla. No solo no entendí nada, sino que me indigné profundamente. ¡Qué hacían esos dos niños hablando así! Tenía una relación difícil con la poesía. Todavía pretendía entenderlo todo, cuando lo único que había que entender es que estaba la belleza y también los sentimientos. Pero, por encima de todo, era una cuestión de sentidos. No había nada que entender, todo estaba en sentir. Luego, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, tal vez algo menos, un día me di cuenta de que yo era checoslovaco. Sí, cierto, había nacido en una aldea, allá, en Albacete, el año con el invierno más frío, en el que se congeló hasta el agua en las cañerías, pero, no, igual que César Campoy descubrió que era yugoslavo, yo descubrí eso, que era checoslovaco. Entonces empieza uno a construir toda una geografía en su cabeza, hecha, normalmente, de novelas y películas, es decir, de palabras e imágenes. Un día, va uno hasta allá a comprobar la certeza de esas geografías, pero como con Paisaje en la niebla, la realidad es que esos lugares que hemos atesorado solo nos pertenecen a nosotros. Son geografías sentimentales, íntimas. César Campoy supo bien temprano que debía ir hasta allá, y, con el tiempo, que debía escribir un libro siguiendo los pasos de La mirada de Ulises, los pasos de A. Escribió este libro. En él, reproduce ese viaje, se instala en él, se convierte en Ulises buscando a Ulises. Surge la constatación de que las fronteras, que podrían parecernos inexistentes, existen. También que aquello que parecía existir en realidad no, no es así, son invenciones, trucos de cámara, calles de un país que están reconstruidas en otro. A veces, ni tan siquiera reconstruidas. Siento una atracción por los falsos recuerdos. No sé si debería decir atracción. Pero sé que mi memoria contiene un número indefinido de ellos, quizá toda mi memoria sea una falsa memoria. Sin que importe. De nuevo, es una cuestión sentimental. También la memoria es una construcción. César Campoy atraviesa países. En mi cabeza, seguramente en la suya, en la de algunos otros, existe un lugar que son los Balcanes. Ese lugar ni tan siquiera tiene unos límites precisos. A veces, los Balcanes son como una prolongación centroeuropea (viejas herencias), otras, como aquel lugar de una Europa otomana. No es que el Imperio Otomano estuviera más tiempo allí de lo que estuvieron aquí, en España, los árabes, pero allí es más reciente y, sobre todo, no miran hacia otro lado. Todas esas capas, todos esos avatares de la Historia, son sustratos que enriquecen aquellas tierras, son paisajes, físicos y emocionales. En Una odisea balcánica, además, está Theo Angelopoulos, un cineasta que se preguntaba, película a película, por aquellas gentes que atravesaban territorios, escapaban, encontraban, se movían. El viaje sin fin. El viaje sin raíces y sin un destino definido. Meras intuiciones. Qué viejo es este continente, qué cansado está, agotado por siglos en movimiento. Lleno de heridas, de cicatrices, de ruinas, de la belleza de las cosas desaparecidas o hacia su desaparición. Ir tras la mirada de Ulises es encontrarse con esos desvanecimientos, pero también con la conmoción de los encuentros. En esta vieja Europa, hay tantas cosas que hablan de nosotros, tantas voces en los muros, en los viejos edificios, en los jardines descuidados, en los paseos a la orilla de estos mares. Recorrer los Balcanes, es, de igual manera, la constatación de que hay algo que nos une incluso en nuestras diferencias. De como todos esos lugares acaban por ser uno solo, un lugar sin límites. Quiero pensar que en Europa es el único lugar de la tierra en el que un albaceteño (más valenciano que albaceteño, encima), puede ser checo, y un valenciano, yugoslavo. Todos ser una única cosa, habitantes de un mundo antiguo, cultivadores de sentidos y sensaciones, prisioneros de la belleza. 


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