El sótano, de Begoña Huertas (Anagrama)| por Gema Monlleó
“Aunque sólido el Mundo, como dije,
no es inmortal, porque se da vacío
en la Naturaleza: ni tampoco
lo es como el vacío, porque hay cuerpos
innumerables en el vasto espacio”
Dē rērum natūra, Lucrecio
¿Existe la novela blanca? Novela blanca no tanto en contraposición con novela negra (pueden converger) sino como etiqueta metafórica de lo que podemos entender como narración de los últimos días de una enfermedad en un centro hospitalario. Paredes, blancas. Luces, blancas. Batas, blancas. Sábanas, blancas. Bandejas de comida, blancas. Química, blanca. Sufrimiento, blanco. Mente también ya casi en blanco.
El sótano, novela póstuma de Begoña Huertas (1965-2022) es una novela en la que el blanco de la enfermedad, el blanco visible, el blanco-dedo-acusador está sólo en el sótano del título. Un blanco que se contrapone con el resto de los espacios y con algunos de los colores que están (¿agresivamente?) presentes (“vivíamos en un organismo imperturbable que absorbía a todos e imponía sus ritmos repetitivos y su inercia. Un organismo pesado que rodaba sobre sí mismo sin avanzar”).
Voy por partes.
Una narradora enferma, una clínica de lujo con más aspecto de hotel-balneario que de hospital, unos compañeros-vecinos en (supuesto) proceso de curación, un sótano blanco en el que se aplican los tratamientos. La vida en dos ambientes. Un arriba y abajo no de señores y criados sino de enfermedad visible o no, hablada o no, encubierta o no (“esa desconexión entre los sótanos y las plantas superiores tenía algo de hipócrita que resultaba violento. En los pisos de arriba ocultábamos los moratones que se nos formaban abajo”).
Ella, la innominada protagonista (imposible no identificarla con la autora a pesar del aire de cierta distopía que envuelve todo el relato), se deja llevar a la clínica para ¿curarse?. Sí, se deja llevar porque ella, la enferma, la culpable de estar enferma, siente que debe asentir a todas las posibilidades de curación que se le ofrecen (“Tengo la sensación de haber dicho que sí a todo durante aquella época. No sé si como quien expía un pecado o como quien está dispuesto a lo que sea con tal de minimizar conflictos y evitar añadir dolor al dolor”). ¿Curarse? Terapia genética, práctica clínica con células madre, tratamientos en fase experimental, antiaging… Todo a precio first class o, para ella, “como cobaya a cambio de comida, techo y una generosa mensualidad”. Ella, que no sabía si quería recuperar la vitalidad, que tampoco contemplaba de manera activa la posibilidad de una cirugía preventiva, sólo quería “desaparecer para descansar”, “dejar de hacer, adormecerse”. Ella, que fija la vista en el kit habitual de analítica (jeringuillas, gasas, guantes, tubos) mientras la primera aguja se clava en su brazo y el rumor de citoquinas, inductores celulares y células mesenquimales es un arrullo hipnótico al que abandonarse.
La clínica es un mundo aparte del mundo (“una especie de cómodo capullo. Un refugio que nos aislaba de las inclemencias de la vida”), una fantasía fílmica que no rompe la cuarta pared, un paréntesis irreal con personajes de extravagante riqueza (económica, no metafórica), un fuera del hoy y el ahora (no en vano la falsa asepsia del espacio da la espalda al calendario, al frío, al calor, al horario). La clínica es un saco amniótico que contiene, protege y separa. Y dentro de la clínica el grupo, la segunda matrioshka, el “nosotros” que ya existía cuando ella llega y al que se une (Rubén, Dolores, la señora Gossens, su sobrino, Felipe, Leonor: enfermos y acompañantes) el “nosotros” que trazará frontera con el resto de enfermos, el “nosotros” unánime, el del consenso en lo innombrable (la enfermedad y el dinero), el de las dolencias abstractas sin nido humano, el del envoltorio hermético. Y ahí, en el casi-no-lugar con los casi-no-compañeros ella puede al fin abandonarse al desinterés, a la nada superlativa, a la confortabilidad del replegarse: “disfrutaba de la comodidad de los muertos”.
“Tenía urgencia de un suelo seguro, de algo que me sostuviera. Un lugar donde morir a gusto. Entré allí como un ratón que se mete en un nido de víboras para estar caliente”. Esa es la filosofía existencial de la narradora en este momento de su vida, la búsqueda de la paz, de la calma, del reposo, de una cierta quietud mayestática, del descanso a cualquier precio. Una pasividad faustiana fruto de casualidades y decisiones ajenas, un detenerse (“solo sé que a veces el peor enemigo no es el dolor, sino el cansancio”) cuando el mundo es percibido como el roce de “ropa sobre la piel quemada”, un estancamiento sin respuesta ni pregunta, un tiempo que se espesa y condensa y estira y encoge para dejar de ser apenas percibido, un dejarse engullir por “toneladas de vacío”. Ella, in media res, “me sentí languidecer, me tronché, como un tallo podrido, como si por dentro me hubiera vuelto de un gris parduzco”. Ella, abrazando la mínima sociabilidad del grupo desde la ausencia de sí misma. Ella, conocedora que el único deber de cada uno en aquel reducto “era mantener la calma, por el bien del grupo”.
Ella, la narradora protagonista, escritora, lectora litúrgica y en diálogo constante con Dē rērum natūra de Lucrecio (siempre “abierto en canal” sobre su mesa): “la pregunta de quién soy debería sustituirse por la de qué soy (…), un conjunto de vísceras con su soporte músculo-esquelético sometido al devenir universal”. Ella, que recuerda y evoca pasajes de Kafka, Pavese, Iris Murdoch, Scott Fitzgerald, Salinger, Anne Carson, y que incluso bautiza como “el buen soldado”, en alusión a la novela de Madox Ford, al visto-y-no-visto último integrante del grupo, al que llega como una sombra y como una sombra se va. Ella, que coquetea con la idea de escribir un libro de la experiencia de este su internamiento voluntario (“te quedas. Lo justificas. No me voy porque no quiero, te dices, el aislamiento es lo que deseas. Y sobre todo te dices que el desgaste es vida, que el interés es atención”). Ella que, gracias a su desapego emocional del momento y de las compañías, alcanza “un pensamiento intelectual que lo procesaba todo y le añadía la etiqueta de aceptable”. Ella, sujeto y objeto a la vez, “musgo en la roca, flor en el musgo”.
No es banal que el único momento realmente social de la novela, el de la cena en el exterior de la clínica (pese a que es la clínica, desde su profesionalidad aséptica, quien organiza el traslado, con la comodidad de un coche de puerta a puerta, con el tránsito “de un punto luminoso a otro punto luminoso sin mancharnos con el negro de las calles”), llegue precedido de una invitación en el reverso de una postal del cuadro Lección clínica en la Salpêtrière de Pierre André Brouillet. La Salpêtrière, el hospital de las locas, la cárcel de las adúlteras, el agujero negro para la reclusión de lo (las) que no debía(n) ser visible(s) sin distinción entre salud mental, criminalidad u orfandad. La Salpêtrière entrando por debajo de su puerta en la invitación que un hombre (Rubén) firma y que ella acepta (aunque sería mejor escribir a la que ella no se niega). La Salpêtrière, la cárcel-hospital gobernada por hombres para someter a las mujeres. Y ella, la innominada, ante el río, ante la corriente del grupo, sin piedras en los bolsillos, sin vestirse de Ofelia, y dejándose llevar. Ella, con la misma abulia e indolencia que la llevará a compartir las noches con Dolores (vino o whisky mediante) en la biblioteca de la clínica y que, inesperadamente, les reportará un beneficio a doble cara: una que no quiere marcharse y una que no quiere dejar de ser escuchada, un extraño quid pro quo en el no-tiempo.
Huertas coquetea con la novela negra y la distopía. Las roza, da algunas pistas, las integra en la narración aunque sin dejarles tomar el mando, son un elemento más, una presencia no cuestionable, una fragilidad desasosegante que a veces mira a su alrededor y a veces posa una mirada ciega en un horizonte indefinido: “Mi habitación cobró una extraña consistencia hueca, de cáscara que no protege de nada. Las membranas endurecidas de las paredes rodeaban el vacío propiciando la sombra fresca de una celda. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?”. Y las presencias ya no son personas sino apenas espectros, voces en el pasillo, murmullos, despedidas que no se producen, desapariciones. Y en el cuidado (¿la luz de gas?) que ejerce Rubén sobre la protagonista (sí, ejerce, las curas a veces son imposición) el suelo es agua inestable, profundidad inmedible. Y ella es un yo disgregado, un “big bang de identidad” sin molde que lo contenga. Y la memoria, su memoria (”un hilo que me cose”), se deshilacha, se pierde, se difumina (“sé que lo que llamo yo es difuso y poroso, aunque a veces me sea inevitable pensar la piel como una barrera nítida, el cúmulo de carne, sangre y huesos como un muro, con el yo allí adentro, solo, como en una tienda de campaña donde se oyen risas a lo lejos”).
Leyendo El sótano he recordado la película Détruire, dit-elle (Marguerite Duras, 1969) en la que un grupo de huéspedes de un hotel rural juega silencioso entre la vida y la destrucción, se mueven con pequeñas acciones casi imperceptibles en un laberinto interno, inconsciente, que da pie a interacciones (no a relaciones) como “olas que rompen en diferentes tiempos y lugares pero siguen la armonía de la marea”. Ella, la narradora de El sótano (“una nebulosa repartida entre los que me rodeaban”) es como la Elisabeth Alione (Catherine Sellers) de Duras: una mujer difuminada en su propio yo, abúlica, confortablemente encerrada en una urna de stand-by.
“La enfermedad es una inestabilidad más” y yo he leído El sótano como un alegato oblomoviano sobre/contra/desde la enfermedad. Un alegato lírico y distópicamente filosófico que juega con los neurotransmisores que conformaban el yo-de-entonces (la mujer sana) con el yo-de-ahora. Un alegato en el que resuenan Bernhard y Buñuel. Un alegato que no escapa de la condición de testamento literario debido a la muerte de Begoña Huertas tras su publicación. “La vida empuja en la misma medida que la muerte arrastra. Todos llevamos esa bomba de relojería dentro, pero no está activada, o no todo el tiempo”. La suya, desdichadamente, se activó antes de tiempo.