Ferias y atracciones, de Juan Eduardo Cirlot (Wunderkammer) | por Juan Jiménez García
Hay en Cirlot una entrega constante a la poesía. La poesía de los lugares, de los gestos, pero también algo que viene de la noche de los tiempos, de un pasado construido por el hombre, expresado a través de los símbolos, de la simbología. No es que Cirlot sea un poeta simbolista (en él, el surrealismo dejó paso al hermetismo, un recorrido cuya distancia no es especialmente larga), pero su afición por todo ello, además de su permanente modernidad de las viejas vanguardias, se ve reflejada en buena parte de su obra. También en este Ferias y atracciones. O especialmente. Si nos remitimos a Materialismo poético, de Julio Monteverde, encontramos buena parte de las claves que nos permiten construir esta idea. La poesía está en todas partes, de una manera u otra, y solo espera ser encontrada, y no necesariamente por los poetas. ¿Por qué no verla en las barracas de un parque de atracciones? Pero ¿por qué no encontrarla también en un ensayo como este? La respuesta es necesariamente la propia obra, como también lo sería su Diccionario de los símbolos, en el que cada entrada en una invitación al descubrimiento, pero también al ocultamiento. En definitiva, una invitación al misterio de las cosas. Un misterio que está, que no espera ser encontrado, pero que debe ser buscado, desde la inteligencia o desde la inocencia. El misterio nos acerca, de alguna manera, a la espiritualidad, otro tema cercano a Cirlot. El misterio, convertido en algo popular, es la magia, como la simbología de la rueda surge en la noria o nuestra relación con el futuro, con la espera de la revelación, está en los adivinadores. Ahora todo nos parece un mundo antiguo. Las atracciones han perdido su lado especular por su lado espectacular. No nos devuelven reflejos de algo que es interior en nosotros, sino que nos muestran, se exhiben. Con todo, el símbolo permanece, enterrado en colores y ruidos, en lo ajeno, la otredad.
Juan Eduardo Cirlot llega a Ferias y atracciones desde algún viaje a París en los años cuarenta, con el contacto tardío con los surrealistas, empezando por André Breton, hasta el comienzo de los cincuenta, que es cuando aparece el libro, con las fotografías de Agustí Contelles, y alguna aproximación anterior alrededor del grupo Dau al Set. Poco antes ha aparecido su Diccionario de los ismos y la poesía estuvo siempre ahí, punteando esos primeros años. Como indica Enirque Granell en su inevitable prólogo, el libro no solo no es ajeno al resto de su obra, sino que se integra perfectamente. Vive en un tiempo en que las ferias tienen una presencia (en Barcelona, el Tibidabo, entre otras) y se anclan en un mundo pasado, sin las incertezas del porvenir. Llaman a nuestros miedos y anhelos y también a lo mágico, al descubrimiento, al asombro. Dioramas, túneles del terror, montañas rusas, magos, adivinación, casas de la risa, teatrinos, ilusiones y variedades, la recompensa del premio, la esperanza del premio, las trampas, los trucos, la necesidad de creer, la diversión, el escapismo, la escapada, grutas, destino, viaje. Cirlot, como en buena parte de su obra, desmonta todos estos juegos y juguetes, en busca de su significado último, pero también primigenio, porque en ese significado, en ese simbolismo, se esconde el más allá. Nuestras vidas serán misteriosas y poéticas o no serán.