Apuntes sobre el suicidio, de Simon Critchley (Alpha Decay) Traducción de Albert Fuentes
Notas de suicidio, de Marc Caellas (La uña rota)
La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes, de Toni Montesino (Almuzara)
Cualquier verano es un final, de Ray Loriga (Alfaguara) | por Gema Monlleó
“No quiero ir nada más que hasta el fondo”
Alejandra Pizarnik
Llevo unas semanas en triple salto mortal desde el suicidio (nótese que escribo “desde” y no “hacia”). Aunque quizás sería más exacto decir que llevo más de media vida coleccionando suicidas (sobre todo suicidas literarios) y que cuanto más leo, más me reafirmo en el “desde”. Confieso, sin embargo, que tres libros casi seguidos sobre/con suicidas tal vez sea un exceso, así que me detengo (aunque con el radar lector siempre atento ante cualquier señal literario-suicida cercana) y escribo.
Escribo sobre los suicidios de otros. Escribo sobre lo que han escrito los otros sobre el hecho suicida y sobre los suicidantes-suicidados. Escribo. Alea jacta est.
“Seré una cosa ligera
entraré en la muerte
como las gafas perdidas de alguien”
Anne Sexton
En Apuntes sobre el suicidio (Alpha Decay, edición ampliada de 2022) el filósofo Simon Critchley (Herdforshire, 1940) reflexiona sobre el suicidio como “acto libre” y sobre el léxico turbio, empobrecido y limitado que utilizamos para referirnos a él (¿reflejo del poder divino para la autodestrucción del que se arroga el suicida ante lo que “la sociedad” considera pecado?). Critchley, consciente de la “extraña y atractiva energía que suscita el tema del suicidio”, basa sus impresiones sobre el mismo en la observación y la lectura, y se pregunta si es lícito mantener frente a él una posición binaria: a favor o en contra.
El análisis complejo que requiere el acto suicida no es ajeno a la metafísica cristiana que declara que la vida es un regalo de Dios. Según Tomás de Aquino (Critchley no lo denomina “santo”) “la vida es algo que nos es dado (datum) sobre lo que tenemos derecho de uso (usus) pero no de gobierno (dominium) que sólo es privilegio de Dios”. A ello se contrapone que es justamente la capacidad de dar el salto hacia la muerte lo que nos distingue como seres humanos.
“Lo tengo todo, todo. Y lo aprecio, pero desde los siete años odio a la gente en general (…) Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión. Y recordad que es mejor quemarse que apagarse lentamente.”
Kurt Cobain
Los “atenunantes” al acto suicida (especialmente los relacionados con enfermedades mentales) despojan de libertad al suicida en un juicio doblemente paradójico: si actúa libremente se le condena, y si es un acto “impuesto” por un estado de dolor o de desesperación insoportable la libertad de elección queda en entredicho. Marc Caellas en Notas de suicidio (La Uña Rota, 2022) también ahonda en las visiones históricas del suicidio poniendo el énfasis en la voluntad del sujeto alienado por ese ente abstracto llamado poder: “de ser pensado como un acto libre en la Antigüedad pasó a ser pecado con el cristianismo, luego se convirtió en un crimen y ahora se considera una enfermedad. El poder nos quiere como ciudadanos dependientes (…) De ahí la guerra moral contra el autoconocimiento, el libre albedrío, la exploración de la conciencia con sustancias psicoactivas o el suicidio”.
En su condición de actor y dramaturgo Caellas, teniendo en cuenta la categoría pública del acto suicida, lo considera como una performance en la que el artista desparece y deja a los que siguen vivos “la tarea de limpiar las ruinas, resolver los conflictos y gestionar los trámites. El cuerpo, el entierro y la culpa caen sobre los demás”.
La prueba material del hecho suicida es la nota de suicidio, la que rompe la soledad del suicida en un intento (¿vano?) por tener compañía en ese su último momento: “Si el suicidio se anticipa a la muerte, la nota de suicidio se anticipa a un posible epitafio (…) Es el último intento de comunicación con otro ser humano”
“¡A todos!
No se culpe a nadie de mi muerte y, por favor, nada de chismes.
El difunto odia los chismes.”
Mayakovski
Caellas, de manera poética y sin asomo de juicio, establece categorías en función del destinatario (los padres, la pareja, el amigo imaginario), el momento (los escritos anticipatorios, la nota equivocada), el estado (lúcido, aburrido, avergonzada) o la forma (escueta, musical, literaria, teatral) y, sin desestimar ni ensalzar a los autores, sin justificar ni juzgar, expone las notas-cartas de manera cuasi entomológica.
Mención aparte para las notas de suicido ficcionales, las que aparecen en textos literarios, el ensayo fantasioso de los autores ejecutado por sus personajes o los consejos para sus discípulos (Hemingway, sobre cuál es la mejor preparación para un aspirante a escritor: “Debería ahorcarse cuando descubra que escribir es una tarea tan difícil que raya en lo imposible”, Martin Amis en Tren nocturno: “El suicidio es un tren nocturno, un tren que te lleva velozmente a la oscuridad”, el suicidio como acto de redención en las novelas del católico Graham Greene).
“Ya hace tiempo que estoy muerta.
anto sin esperanza en la frontera.
No me despedacéis para saber cómo he muerto, por favor. Os digo cómo morí: 100 lefepraminas, 45 zopliconas, 25 temazepanes, 20 melleriles. Todo lo que tenía. Devorado, cortado, colgado. Ya está.”
4.48 Psychosis, Sarah Kane
En La letra herida, Autores suicidas, toxicómanos y dementes, el autor y crítico literario Toni Montesinos (Barcelona, 1972) confiesa un pasado familiar de abuso emocional por un padre “despiadado, un individuo sin escrúpulos, que no me dirigió en toda su vida el menor gesto ni palabra de interés o de cariño más rudimentario” que le llevó a plantearse el suicidio como salida a la tristeza, la desesperación y la angustia. La expiación del padre en lo íntimo (“de belleza inaudita y cerebro demente, violento y vicioso”) y la búsqueda de un sendero propio llevaron al autor a la escritura literaria y a coleccionar sus propios atormentados, adictos y suicidas. Seres trastornados con vidas dantescas o con un vivir a remolque de obsesiones y adicciones, supervivientes hasta que no pudieron más, creadores inadaptados, outsiders, enfermos marginales, abonados al desencanto y a la autodestrucción. Montesinos traza itinerarios en los que lo vital y lo literario se retroalimentan: entre lo brillante y lo turbio, entre la fatalidad y el éxito.
“Os beso apasionadamente. Besad a mamá en mi nombre y adiós para siempre. Mañana no existiré.
Vuestro padre, Emilio Salgari”
Los capítulos de La letra herida, cada uno dedicado a un creador, pueden leerse desordenadamente y el conjunto es una suma de catarsis diabólicas, de momentos en los que la mente de los protagonistas inicia su descenso o se trastoca definitivamente. ¿Es la locura una espoleta para la creación artística? ¿Cómo hubiesen sido los textos de Pessoa o Lowry sin regarse en alcohol? ¿Cuál sería el estilo de Hunter S. Thompson sin su carrera de excesos? ¿El harakiri era el único final posible para el esteta Mishima? Que cada uno encuentre sus propias respuestas.
He iniciado este escrito mencionando un triple salto mortal “desde” el suicidio y, abandonando la escritura y regresando a la lectura, estos días he terminado Cualquier verano es un final (Alfaguara, 2023), la última novela de Ray Loriga (Madrid, 1967). Como no hay tres sin cuatro en la novela encuentro un personaje (Luiz, “habíamos visto juntos Orfeo negro, de Marcel Camus, suficientes veces como para saber de su fascinación por la muerte como pareja de baile”) sano, sin adicciones preocupantes, con amigos y hobbies, joven y con solvencia económica que parece estar dispuesto a llevar a cabo su suicidio asistido en Suiza, donde la práctica es legal (¿recordáis la muerte de Jean-Luc Godard?).
Un paisaje de montañas, lago y bucólicas cabañas son el paisaje de la decisión final (“La voluntad de morir, un complicado proceso legal, mucho tiempo por delante y el dinero para pagarlo era todo lo que se necesitaba en esa moderna institución, rodeada de cabañitas individuales junto al lago, para estirar la pata a gusto”) ante la que su amigo Yorick, al visitarlo, se muestra sorprendido, huérfano, apenado e impotente. Yorick, consciente de su admiración (¿enamoramiento platónico?) por Luiz rememora momentos pasados (las elipsis son una constante en la novela) y fuerza tanto como puede su asertividad para que no caiga el mito en el que él mismo ha convertido a Luiz: “Desviar cualquier posible rencor de la imagen inmaculada de mi amigo. No sería capaz de soportar la vida si la representación perfecta de Luiz, que con tanto esfuerzo he construido, sufriera no ya un derrumbe, sino la más mínima mácula”.
“Sólo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo. Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿por qué la tendrían para morir?”
Silogismos de la amargura, E.M. Cioran
La experiencia cercana a la muerte de Loriga (un tumor cerebral operado y sus secuelas: pérdida de audición en un oído, parálisis facial y dificultad para ver con normalidad cuando las miradas de los ojos no convergen) sobrevuela toda la historia (Yorick ha sufrido el mismo proceso), y ayuda a tratar el tabú de la muerte de manera no traumática, liviana, “falsamente ligera” según él mismo admite (“La cabañita de suicidarse de Luiz es de lo más acogedora (…) De hecho, es todo tan coqueto y encantador que dan ganas de no matarse y pasarse lo que a cada uno le reste de vida disparándoles a los patos. Está prohibido, por supuesto”). La amistad de los dos protagonistas (“si la fuerza del amor es una idealización del otro, en la amistad muchas veces sucede lo mismo”), su conexión, el quererse con idolatría, me ha recordado a los protagonistas de Love Song (Carlos Zanón, Salamandra 2022), un trébol de amistad que también estaba iluminado por la muerte desde la primera página (“Jim y Cowboy eran amigos. Eileen amaba a ambos. Nada sucedió como se esperaba. Jim y Cowboy ya no son amigos. Eileen está muerta. Y todo fue, más o menos, así.”).
En nuestra sociedad occidental la muerte es un tabú y el suicidio es su exponente máximo. En ninguno de los libros encuentro (y menos mal) recetas anti-suicidio ni respuestas al por qué que sobrevuela al suicida y a los que le sobreviven en la muerte (“el suicidio produce una curiosa inversión de la biografía, en virtud de la cual todos los actos se leen hacia atrás a través del prisma del último momento”, Critchley). No hay tono condenatorio ni apología, ninguno es un ensayo académico sino que son más bien obras narrativas con investigaciones suicidas que acaban resultando, según Caellas, “el mejor antídoto o gel retardante para mi propio suicidio”. Todo ellos son lecturas que, también en mi caso, me asientan más en la vida: “el verdadero suicidio, el más logrado, es el de quien lo tiene en su repertorio de posibilidades pero lo deja para después”.
Termino con el mensaje (que no nota de suicidio aunque sí despedida hermosísima) de la última transmisión por radio de Donald Campbell mientras estaba intentando batir el récord mundial de velocidad sobre el agua en el lago de Conistor Water (Inglaterra, 1967): “Estoy hidroplaneando, estoy hidroplaneando. Me voy, me voy, me he ido”.
Coda 1: Apuntes sobre el suicidio incluye a modo de epílogo el texto Sobre el suicidio de David Hume (1711-1776).
Coda 2: Marc Caellas ya demostró su interés por el suicidio con Suicide Notes, una obra escénica (concierto, instalación, teatro) escrita y dirigida a cuatro manos con David G. Torres.
Coda 3: Una de las protagonistas de Cualquier verano es un final se llama Berenice, el nombre de la colección de Almazuara para La letra herida.
Coda 4: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”, Cesare Pavese.