El incendiario, de Egon Hostovský (Xórdica) Traducción de Elena Buixaderas | por Juan Jiménez García
Todo se pierde en una cierta bruma, en una niebla, abierta, cerrada, que esconde las cosas o las deforma, les da el aspecto de los sueños, se confunde con ellos y comparte temores. También Egon Hostovský se perdió en el tiempo. Se publicaron algunas cosas suyas, luego ninguna, ahora El incendiario, en Xórdica. Extraños espejismos, juegos ópticos, por los que un autor desaparece por las mismas razones que apareció: ninguna en particular. En esa cierta bruma se pierde también el pueblo en el que discurre la novela. Un día algo arde, luego algo más. Aparecen amenazas de que aquello no acabará, que tal vez no acabará nunca. Se buscan culpables, perfiles que encajen, las más de las veces por comodidad. El forastero, el extranjero, el que está de paso. La novela fue escrita en 1935 y seguiríamos haciendo lo mismo. Pero es injusto dudarlo: seguimos haciendo lo mismo. Luego pasan los años y una historia que se engarza en los instintos más primitivos (más tarde usados una y otra vez para provecho propio), sigue siendo contemporánea en lo más profundo de su sentido. Se habla del miedo a lo desconocido, pero no es cierto: tememos aquello que intuimos. En esa pequeña población de montaña, los anónimos son los que encienden el fuego de los miedos primitivos, el fuego en el que arden todos. Los incendios solo son una materialización póstuma, un descanso para aquellos que no han visto arder lo propio. Las desgracias ajenas conmueven, pero son eso, distantes. El otro. Siempre la relación entre el yo y el otro. Entre la comunidad y lo ajeno a ella.
Egon Hostovský tampoco pretende crear una novela de intriga. Desde el primer momento, nos dice que será cuestión de un par de meses. Lo importante para él no es la trama criminal, sino la trama psicológica. Esa tela de araña en la que van siendo atrapados por el tiempo y la incertidumbre los habitantes de ese pueblecito de montaña de unos mil quinientos habitantes. El centro de ese mundo, el centro de la novela, es La paloma de plata, la posada que regenta el silencioso Josef Simon. Josef Simon nunca quiso problemas. Se casó con una mujer de buena familia y tuvieron dos hijos, una chica y un chico. El silencio en el que se envuelve Simon es una manera de evitar los problemas. Pero esto es cada vez más complicado. Ya no por la aparición del incendiario, sino porque lo que arde, lo que de algún modo arde, es su propia familia. Una familia que vive en con esa misma pasividad de él, pero que empieza a resquebrajarse ante la posible visita de una amiga de Eliška y la negativa de la madre. Es entonces cuando, como si hasta ahora hubiera sido invisible, empiezan a reparar en la madre, en sus manías, en la razón de sus secretos.
Finalmente, la llegada de Dora, ese elemento tan perturbador como el incendiario, atraviesa la existencia de Kamil, el hijo, y, en realidad, de todos, y acaba por convertirse en la verdadera protagonista de la obra, aquella que lejos de hacer arder las propiedades de los otros, lejos de conmocionar al pueblo, lejos de inspirarles temores, trae el fuego a la familia del posadero Josef Simon. Y así, en ese ambiente deformado por el miedo y por el extraño, la novela de Egon Hostovský va construyendo esa atmósfera de miedo. Un miedo que tal vez es uno solo y común a todos: el miedo a perder. El miedo a perder la casa bajo el fuego, el miedo al visitante, el miedo a perder la infancia, a perder los recuerdos que nos atan a un pasado que no queremos ni podemos abandonar, el miedo a crecer, el miedo a la libertad de los otros, el miedo a hablar. El miedo, después de todo, a vivir.