Los Remedios, de Fernando Delgado-Hierro y La_Compañía exlímite (Teatre El Musical)  | por Óscar Brox

Puede resultar paradójico, pero cada vez estoy más convencido de que cuando miramos al pasado, a lo vivido, propiciamos un encuentro con aquello que desconocemos. O, como mínimo, que hemos olvidado; enterrado, sí, bajo las sucesivas capas que han modulado nuestra identidad. Un rostro, una voz, unos gestos, un lugar… Pero, ¿en verdad son importantes? ¿Es algo malo dejar que se pierdan en el tiempo? O, al contrario, concederles la suficiente importancia como para comprometer el futuro más próximo. Muchas de estas cuestiones flotan en el texto dramático que ha escrito Fernando Delgado-Hierro en Los Remedios. Son preguntas que, más que apelar, zarandean a nuestra idea de lo que es la identidad, de cómo llega a ser y, sobre todo, de cuál es su punto de partida. En el caso de esta obra, el barrio sevillano que le da título y la amistad entre los dos protagonistas.

Últimamente nos hemos acostumbrado, no sé si por el efecto psicológico de la pandemia o por una madurez un poco indigesta, a proclamar que ciertas cosas del pasado, si más no el pasado mismo, ya no volverán a ser como eran. Los Remedios empieza con sus dos actores repasando la geografía y orígenes del barrio y ese primer momento en el que, apenas unos bebés, irrumpen en mitad de todo. Tanto Delgado-Hierro como Pablo Chaves traen de regreso a esa época incorporando a todos esos personajes familiares con gracia y energía, a caballo entre el slapstick -ante todo, esos matices en los andares, la gestualidad, el acento y la exageración de cada peculiar idiosincrasia- y el documental. Se borran lo necesario de la escena para convocar a una familia y unas anécdotas que convierten en teatro. En fantasmas burlones -esa recreación a través del tiempo de la abuela Falina- o en retratos de una sociedad andaluza, atravesada durante décadas por la hegemonía política del PSOE y los clichés de un costumbrismo marcado, casi, a fuego.

Según avanza la obra, Los Remedios se mueve en varias direcciones: de un lado, como evocación sentimental de toda una cosmogonía familiar atrapada en un tiempo pasado -algo parecido a lo que ensayó Alfredo Sanzol en El bar que se tragó a todos los españoles; del otro, como retrato de sus dos actores protagonistas, en el que se reflexiona sobre la homosexualidad, la soledad o la falta de acomodo en una realidad que constriñe eso que queremos llegar a ser. También se puede leer -Delgado-Hierro no lo esconde, pienso- como un cuestionamiento de lo que puede dar de sí la autoficción y sobre el uso y la función de la ficción cuando de lo que se trata es de dar cuenta de la realidad de uno mismo.

Tanto Chaves como Delgado-Hierro entregan sus cuerpos a esa reconstrucción familiar; en ocasiones, en forma de un auténtico torbellino de energía -la escena en casa de los Chaves, una locomotora de personajes y situaciones maravillosamente resuelta por ambos. Pero es justo decir que ambos actores se elevan por encima del gracejo y el cliché, que escarban un poco más allá por eso que entendemos por el Sur de España para contarse y contarnos qué ha dado de sí ese lugar y esa vida. Una vida que embellecen guiñando un ojo a Chéjov -es inevitable ver la obra como un estudio de personajes- y otro a Calderón, mezclando a Verdi y a María del Monte, a Legend of Zelda y el tardofranquismo.

En una obra que podríamos llamar tan de autor -o, en este caso, autores-, la labor de Juan Ceacero, director, resulta destacable. Hago un paréntesis: no me olvido de su actuación en ese monólogo de Koltès dirigido por Fernando Renjifo. En primer lugar, por las pocas concesiones a la modernidad, más allá de algún inserto audiovisual, en su puesta en escena. Frente a un escenario estático, el tríptico interior de un comedor, sabe concentrar la fuerza en actores y situaciones sin, por ello, permanecer invisible. Hay, cerca del final, un sutilísimo juego de sombras que sirve para acercar, casi fundir, a los dos amigos en esa amistad que desde el principio ha sido punto de partida. Otro tanto para la recreación playera con Chaves de protagonista, sencilla, sensible y discreta. O para el ritmo preciso que mantiene durante buena parte de la obra, administrando sin tener que subrayar con pausas o paréntesis la capacidad de sus actores para adentrarse en sus respectivas memorias. Con todo, me parece que a la obra le cuesta encontrar un cierre -lo que, bien mirado, resulta una reflexión interesante para hablar de la parálisis de la que adolece cierta autoficción en la actualidad- y en un punto acaba necesitando de muchas escenas cortas, momentos, casi acotaciones, para poder terminar. Con la sensación, en parte, de caminar en círculos sobre los mismos temas.

Viendo Los Remedios pensé en una pieza corta que la compañía de Jerzy Grotowski estrenó hace unos años: Gravedad, de Alonso Abarzúa. En ella, su único actor repasaba y prestaba su cuerpo a la memoria familiar para, precisamente, traer a escena todo eso desconocido que habita en lo vivido. Creo que la obra de Delgado-Hierro y Chaves tiene algo de esa energía y de esa forma de ver el teatro, de canalizar lo familiar hacia lo desconocido y averiguar, en el transcurso, cómo traerlo a escena. De igual modo, hay cosas que me recuerdan al mejor Messiez -esa tensión de los cuerpos en Las canciones, esa forma de invocar a los fantasmas familiares en El temps que estiguem junts-, y que ambos actores han sabido adaptar. Y quedaría decir que, por encima de todo, hay en Los remedios una alegría por hacer teatro que es, quizá, el principal motor de obra y texto. Por ser teatro. Por vertebrar pasado y presente a través de una ficción. Es la alegría de contar, de contarnos y encontrarnos sobre el escenario siguiendo las andanzas de sus dos protagonistas desde una Sevilla post-Expo hasta ese espacio incierto que ocupa en el presente cuando ambos han marchado a Madrid en busca de otro lugar y otros aciertos y se preguntan cómo encajar tantas piezas para componer el retrato de su identidad.

Para ser un primer gran texto dramático, tanto Chaves como Delgado-Hierro lo encaran con una alegría casi desconocida. Sorprendente. Dos actores. Un espacio entre evocado y fantasmal. Un puñado de memorias y cuerpos que se derraman a cada tanto en el escenario. Y la energía endiablada con la que, sin dejar de hacer reír, saben encontrar la gravedad y la gracia, la hondura y la emoción, en todo aquello que, pese a lo desconocido, es parte de sus vidas. Esa también es una interesante lección en un momento en el que el teatro se acerca demasiado al blockbuster y la experimentación, ay, a la nada. Cómo, desde lo pequeño de la ficción se puede llegar a construir toda una cosmogonía. El retrato de una amistad a lo largo del tiempo.


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