Yamilia, de Chinguiz Aitmátov (Automática) Traducción de Marta Sánchez-Nieves Fernández | por Juan Jiménez García

Chinguiz Aitmátov | Yamilia

Durante mucho tiempo, tuve un libro de Chinguiz Aitmátov. Un libro que nunca leí y que incluso ahora me cuesta recordar cual era. Era uno de esos autores que estaba ahí, misteriosamente, como una decisión personal equivocada o la espera de un futuro mejor, en el que él y yo nos encontraríamos. El azar de las lecturas, quiso que me encontrara con él, de nuevo, en La casa eterna, de Yuri Slezkine. Aitmátov fue uno de esos escritores que construyeron la literatura soviética con fervor, aplicando todo su talento a ese realismo irreal. Y luego, apareció Yamilia (¿o fue antes?), un libro ligero en forma y fondo, porque su historia es como una corriente de aire que nos atraviesa y nos deja el recuerdo de algo, un puñado de cosas pequeñas. Esas cosas pequeñas que andamos buscando, de un tiempo a estar parte. El silencio frente al ruido. El rumor, el eco, el murmullo. 

1942. Estamos en los tiempos de la Gran Guerra Patria, nuestra Segunda Guerra Mundial. Kirguistán está lejos de todo, excepto de las montañas, esas montañas que también rodean la aldea donde vive Yamilia. Pero lejos o no, también de allí ha partido gente para ir a la guerra y, entre ellos, su marido, Sadyk, del que cada mucho sabían algo. La obligada separación se había producido poco después de casarse y la joven pasa sus días con Seit, un niño, ocupada en las labores de los días, porque el tiempo no se ha detenido,  viviendo con su familia política en la Casa Pequeña. Y todo esto, toda esta sucesión de labores y estaciones, esas cartas que llegan de cuando en cuando y que tampoco preguntan mucho por ella, esa guerra, allá, en otro mundo, se ven alteradas por la llegada de Daniyar, herido en una pierna. Y lo que parecía una anécdota más, acabará por convertirse en una historia de amor, una de esas historias capaces de alterar el curso del tiempo incluso en los lugares donde parece haberse detenido.

Para Chinguiz Aitmátov todo se inscribe en una naturaleza de las cosas. La vida, la muerte, las heridas, los días y las noches. La familia. Porque Yamila no es solo su historia de amor con Daniyar, sino también la historia del amor del escritor con aquellas montañas kirguizes y con sus gentes y, por qué no decirlo, con aquel primer comunismo y sus esperanzas. Y en todo ello hay claroscuros, porque todo vive, respira, incluso en las circunstancias más desfavorables. Yamilia, en su brevedad, en sus esperanzas, no deja de ser un relato épico de gente sencilla enfrentada a esos demonios que nos rodean pero que, no por ello, dejan de buscar algo parecido a la felicidad y, a ratos, el amor. Un amor capaz de romper ataduras y círculos. La naturaleza, diríamos. También la naturaleza humana.


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