Un viaje a Salto, de Circe Maia (Las afueras) | por Óscar Brox

Pablo Álvarez Almagro | Arte criminal

La misión es clara: escribir para recordar. Esa es la idea que subraya Mercedes Halfon en su prólogo a Un viaje a Salto. El principio que moldea el periplo biográfico de Circe Maia y la vocación con la que sus palabras dan forma a la experiencia vivida. Rebobinemos hasta la época en la que Sudamérica vivió prisionera de golpes de estado, juntas militares, desapariciones forzosas, encarcelamientos y asesinatos. Cambian los nombres, pero se mantiene el mismo modus operandi. En Uruguay son los tupamaros quienes caen vencidos por el ejército. Ellos y sus colaboradores, cualquier persona que actuase con un mínimo de integridad moral; el marido de Circe Maia, por ejemplo. La pena es la cárcel, la comunicación interrumpida y los años que se escapan entre visitas breves a prisión y traslados de una ciudad a otra. Algo, en la época, cada vez menos excepcional que, sin embargo, Maia presenta como otra cosa. No se trata solo de llevar a cabo un ejercicio de introspección, de trabajo casi diarístico en el que dejar anotados los días que pasan y, precisamente, cómo pasan; está, también, la necesidad de convertir lo íntimo en testimonio, exponer la voz propia en público y prestarla a todas aquellas protagonistas anónimas que no han podido hacer eso mismo. Contar, decir, narrar, recordar, compartir. Tantas cosas, tantos sentimientos.

En su brevedad, Un viaje a Salto contiene muchas historias, formas y puntos de vista. Está, por ejemplo, el relato exprés de esa hija que anota casi de corrido el viaje en tren con sus padres. La emoción, el desconocimiento, las pequeñas cosas. La aproximación infantil a un episodio oscuro. Aquí Maia expone sobre la página los pensamientos de su hija, o de una de tantas hijas privadas de padre; los reconstruye, les busca esas maneras tan características de expresarse, dónde poner y dónde no el énfasis de lo que cuentan. De lo importante. Y, en verdad, resulta una miniatura hermosa por lo cristalina que resulta su traslación de los nervios, la ansiedad y la emoción de un viaje de una cárcel a otra. De una situación excepcional. De algo que empieza y termina, que pasa tan rápido que bien podría servir como futura metáfora para explicar una niñez evaporada entre golpes militares y crisis sociales.

Maia recurre a varios registros para dibujar lo que se siente en esa posición: mujer, madre, hija, partisana (por qué no), poeta, testigo. Sin embargo, en su texto todo fluye a través de la soltura de su memoria. Hay datos, detalles y sutilezas, asuntos en los que su escritura se fija con más atención. Y otros, en cambio, que se dejan leer como fogonazos. Relámpagos sobre fondo negro. La potencia del texto radica, precisamente, en cómo consigue traer a cada página la voz del padre, del marido y del colaborador sin que, en verdad, aquella goce de una presencia material. Me refiero a esa facilidad con la que su diario se convierte en un diálogo, o en monólogo a dos voces; cómo ese trabajo que cualquiera imaginaría narrado en la más estricta soledad descubre una polifonía de voces, una escritura que invita a pensar en plural. Otras vivencias, otros episodios compartidos, historias que aparecen aquí y allá y se comunican entre ellas a través de un hilo invisible.

Cada texto aporta un matiz, una nueva lectura, colocando una lente de aumento sobre lo que, en un principio, parecía una anécdota pequeñísima. Infraordinaria. Y Maia entremezcla información con testimonio, radiografía con poesía, dejándonos claro que su escritura echa raíces sobre cualquier terreno. No se reduce a contar, sino que traslada ese estado de emociones, la inquietud y la euforia, el éxtasis breve y la incertidumbre, cada vez que el vagón del tren avanza hacia su destino y la imagen de su marido se desdibuja porque, en fin, no puede gozar de su libertad. Se trata de un paréntesis, de un espacio en blanco o una línea de fuga, que los recuerdos de la autora ensanchan con la intención de que dure más y no se agote tan rápido. Otra página más. Otra línea más. De ahí la sensación de que cada palabra parece pesada, medida y ponderada; esculpida, diríamos, para que no caiga en el olvido o el menosprecio. En el saco roto de la falta de importancia. Y se diría que si Maia opta por una visión, puede ser, poliédrica es como tentativa de agotar con palabras ese momento de enormidad vital. Ese viaje en tren. La cercanía con su marido. Lo más parecido a una intimidad recuperada.

Es este un texto pequeño, que no menor, que puede (o más bien debe) leerse unas cuantas veces seguidas antes de dar por concluido el libro. Una obra que es al mismo tiempo un diario, una crónica, un testimonio, una introspección y un ejercicio literario. Que, forzando las cosas, a ratos podría ser poesía prosificada, pero que desde luego supone una bellísima presentación para la autora de versos como estos, que una y otra vez invocan en el silencio cómplice la tarea de escribir y la voluntad de recordar:

Hay una
sensación de que los días pasan
a más velocidad y que no hay tiempo
de muchas despedidas
Suena una voz, como de insecto,
por detrás de los días
y detrás de las noches
pequeño picoteo, pero que no se para
cuando quieres ver, los días se desmoronan
como si hubieran sido devorados por dentro.
(Las fauces invisibles
dan cada vez más veloces
dentelladas)


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