El impulso nómada, de Jordi Esteva (Galaxia Gutenberg) | por Juan Jiménez García
Todo empieza en la infancia, esa infancia en Villa Rosa de familia burguesa catalana, años cincuenta. Cuando las últimas guerras aún no quedaban muy lejos, el campo se convertía en un refugio más, junto con la familia, y el tiempo se detenía en un punto impreciso, cercano al sueño, como ese paisaje infantil de Fresas salvajes. Y la mirada es la misma: estar fuera, estar dentro. En el niño camino de la adolescencia, más tarde que pronto empezarán a aparecer dos impulsos vitales que marcarán su vida: la homosexualidad (que condicionará también la relación con su padre, que aspira a curarle) y ese impulso nómada que da nombre a este libro de memorias que es, en buena medida, un libro de viajes. El viaje entendido no como encontrar lugares sino encontrarse uno mismo en esos lugares. Del mismo modo que cuando decide que sus fotografías deberán necesariamente contar historias, capturar instantes que nos digan algo y que él también esté inserto en ellas, Jordi Esteva no entenderá estar en lugares de otro modo que habitándolos.
En los años setenta, en los ochenta, todavía era posible confundirse con otras culturas, estar entre ellas, formar parte, ilusoriamente o no, de aquellos lugares, aún lejanos al turismo, a esa especie de carrera por atravesar lugares sin llegar nunca a verlos. Con un viejo todo terreno, decide marcharse con otros amigos a la India, abandonando las noches barcelonesas, que en aquel momento vivían su momento. La India se había convertido en el destino ansiado de esos viajeros hippies que esperaban encontrar allí una espiritualidad que tenía demasiado aroma a pintoresquismo. Se había pasado del orientalismo, de ese oriente reinterpretado por occidente, a un mundo de apariencias y a una carrera sin sentido, que tenía algo de visitar un parque de atracciones. Estamos en los tiempos para experimentar con todas las drogas y buscar todas las sensaciones. Unos tiempos sin límites aparentes. Pero Jordi Esteva no lo ve así (o no solo así). Él busca otra cosa y encuentra tanto en el viaje que atraviesa Turquía, Irán o Pakistán como en la propia India, además de tener la sensación de que su mundo es ese mundo callado árabe y no ese otro, tumultuoso.
Ese pensamiento le llevará más pronto que tarde al lugar soñado. Tras recorrer Sudán acabará en El Cairo, en Egipto, un país en el que pasará cinco años de su vida. Unos años decisivos en los que podrá, finalmente, poner un nombre, materializar todos aquellos sentimientos y sensaciones anteriores. Poder viajar hasta los poco conocidos oasis o hasta una región inaccesible por cuestiones libio-egipcias como Siwa. Encontrarse, fundamentalmente, con sus gentes, ser uno más de ellos. Barcelona quedará muy lejos. El franquismo se había quedado atrás con la muerte de Franco, pero él estaba donde quería estar, alternando sus trabajos fotográficos con trabajos de traductor o para la radio internacional, moviéndose en los ambientes culturales de una ciudad viva en la que encontraba todo aquello que le llenaba y esa libertad que tan necesaria le era.
Pero un día todo cambiará. Aparecen los servicios secretos egipcios y se ve implicada en uno de los periódicos montajes que realizan para contentar a los americanos en su guerra fría contra el comunismo. Será expulsado del país y con ello de ese paraíso que había encontrado, un paraíso imperfecto pero del que no esperaba más. Algo se rompe entonces, un hilo de tiempo. Volverá a Barcelona pero esa es otra historia, una historia que El impulso nómada no recoge. Se cerrará con el regreso, años después, con el regreso de nuevo a Egipto, un Egipto que ya no existe, que existe de otra manera, que ya no es aquel que conoció aunque allí sigan algunos de sus amigos y sus recuerdos más queridos. Han pasado años y revoluciones, y todo ha ido quedando ahí, como sedimentos, como capas de tierra que nunca llegarán a cubrir esos sueños de juventud.