Ellis Island, de Georges Perec (Seix Barral) Traducción de Adolfo García Ortega | por Juan Jiménez García
En el origen de Ellis Island se encuentra el documental de Robert Boben para el que está escrito el texto. Es pues la obra de dos autores de origen judío, pero con algo que marca una distancia y, a la vez, es motivo de reflexión para Perec: el cineasta ha podido instalarse en la continuidad de su familia, de su lengua, de su origen, mientras que en el escritor ocurrió una ruptura, una discontinuidad. Y esto, también esto, está en el texto, un texto que trata sobre la emigración que es, a su vez, inmigración, y como se encontraron los destinos de millones de personas en aquella isla, desde la que se podía ver al fondo, la Estatua de la Libertad. Porque allí era donde se situaba el punto de encuentro, la administración que decidía si uno podría convertirse en ciudadano americano o no, lo que equivalía a escapar de aquellas realidades irlandesas, italianas, centroeuropeas, rusas, y llegar a una tierra prometida. Una tierra prometida que en realidad escondía la necesidad de mano de obra para construir el sueño americano y no gente para compartirlo. Esa es la parte documental. Esa es la Historia. Pero en el libro, como una corriente subterránea pero bien a la vista, Perec nos muestra su propia historia y también sus inquietudes como escritor.
Para Perec, Ellis Island es uno de esos lugares de la memoria que nos vinculan con la historia. Esa memoria ha sido fotografiada, clasificada, archivada, y la pregunta es como devolver algo que era cotidiano, los actos banales, lo infraordinario, aquello que está a la vista pero ya no vemos, algo a lo que el escritor ya dedicó un libro y que es uno de sus temas principales. Lo primero, aquello que nos devuelve esas cosas, es nombrarlas. Sus tentativas enumerativas, su intento de agotar los lugares, es su manera de, por la palabra, darles esa existencia, sacarlas de su invisibilidad. No hay que olvidar nada y, como dice, nada se parece más a un lugar abandonado que otro lugar abandonado. Entonces, de los escombros renacen los hombres y mujeres que llegaron hasta allá en busca de un nuevo mundo, que no era necesariamente un país, sino la posibilidad de una fuga. Perec lo entiende bien. Sus padres eran judíos polacos que habían llegado a París en los años veinte (él nacería en 1936). Su padre muere en la guerra, cuando esta llegaba a su final. Su madre ha muerto uno par de años antes, enviada a un campo de concentración. Él había quedado al cuidado de sus tíos. Tardó en saber que era judío, porque habían cambiado sus apellidos para intentar escapar a una muerte que de todos modos les alcanzó. Así, su Ellis Island es otro, existe, existió. Durante su vida intentará recuperar esa otra vida que se le negó, sin mucho éxito. El vínculo entre aquellos que llegaron y aquel que quedó está roto.
Dice que él ha venido a interrogar la errancia, la dispersión, la diáspora. Allí, en ninguna parte. El lugar que no fue un lugar. El no-lugar que ya no existe. Dice que es extranjero con respecto a algo de sí mismo. Y sobre ese espacio y sobre esa memoria que son trasladables a su propia experiencia, intenta reconstruir la experiencia de los demás. Para llenar ese vacío, ese terreno baldío, queda la imaginación. La imaginación y su materialización en palabras. Escribir como revelar. Extraer de esa oscuridad de los tiempos, de las ruinas físicas, nuestra propia historia.