Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood (Acantilado) Traducción de María Belmonte | por Juan Jiménez García
Cuando escribí sobre El señor Norris cambia de tren, le puse como título Adiós a todo eso. Escrita en 1935, aún podía quedar alguna duda sobre el destino alemán. Todo eso era un Berlín, y el mismo se despediría definitivamente de él en su siguiente libro, que es este. Lo escribió ya en 1939, año de certezas y de dudas despejadas. El nazismo había dejado de ser un puñado de locos pintorescos para convertirse en el principio activo de la destrucción no ya del mundo y de vanas esperanzas, tras una guerra terrible, sino de una inocencia. Isherwood llega, tras los pasos de su amigo W.H. Auden, al Berlín de la República de Weimar en 1929. Y allí se quedará hasta que Hitler se convierta en algo más que una anomalía. Adiós a Berlín empieza con un diario berlinés del otoño de 1930 y acaba con un diario berlinés del invierno 1932-33, y entre esas dos fechas está todo: Sally Bowles, Peter y Otto, los Nowak y los Landauer. Un retrato, en gris hacia el negro, de una disolución. Entre una falsa autobiografía y una historia política incierta, el hombre de la calle es el primer responsable ya no de dar testimonio, sino de mostrar su vida. Porque en aquello que cuenta, en sus gestos y descuidadas palabras, esas que no importan a nadie y forman un murmullo impreciso, se encuentra el sentido de las cosas.
Entre los huéspedes de la improvisada y miserable pensión de Fraülein Schroeder, en ese pequeño mundo de fracasados a su manera, ya tenemos a una prostituta, a una cantante de canciones tirolesas (nacionalsocialista temprana) y a un camarero que no logra aclararse sin la noche. También, claro, Herr Issyvoo, que tiene ambición de escritor y un presente de profesor particular de inglés a cinco marcos la hora. En esos tiempos, la mayor aspiración que se podía tener era malvivir y eso hacen. En la vida de Isherwood aparece un día el desparpajo de una joven, Sally Bowles. Es cantante a ratos, lleva una vida miserable casi todo el tiempo, y se prostituye, a su manera, para lograr ir pagando deudas, que es lo único estable de su existencia. Mantenida a ocasional, también se traslada a aquella pensión, y así viven una compleja amistad. Él es homosexual, pero eso es algo que ni se considera importante señalar. Las relaciones de Isserwood son intermitentes y no sujetas a nada. Unas palabras las desmontan y un breve encuentro las vuelven a poner en su sitio. La libertad consiste en ser capaz de decir que se llaman mañana y desparecer, sin rencores. Una forma divertida de vivir en un tiempo cada vez más y más triste.
Esa homosexualidad del escritor, si acaso aparece más evidente en la relación entre Peter y Otto, contada En la isla de Rügen (verano de 1931), especie de interludio no berlinés, paraíso perdido, destruido a golpes, a bofetadas, relación, esta sí, irreconciliable. Y luego, de nuevo, la realidad, el mundo que seguía su lento viaje hacia el principio de la noche. Las dificultades financieras del escritor, profesor ocasional, le llevan hasta Hallesches Tod, a la casa precisamente de Otto, que vive con su madre, tísica, su padre, su oronda hermana de doce años y su hermano Lothar, el orgullo de la familia, único capaz de trabajar y conseguir algo de dinero para mantener ese ático infecto en el piso quinto. Un retrato tierno pero despiadado de los olvidados, de aquellos arrastrados por las aguas infectas de la República de Weimar, infectas de la basura que unos otros y arrojaban sobre ella, prestos a dar con su final. Y ahí, en lo más frío del frío invierno, en lo más bajo, también está el nazismo, con Lothar, y como este logró encontrar su sustento en todas partes. El sanatorio al que ha ido a parar Frau Nowak, ella misma con ese ataque de tos que no anuncia nada bueno, es ese instante de derrumbe, el rayo que precede al trueno.
El contrapunto de los pobres Nowak son los ricos Landauer, dueños de los almacenes del mismo nombre y judíos. Chistopher tiene una carta de recomendación para con ellos, que no decidió usar, pero esas nubes que empiezan a aparecer sobre estos, le invitan, por puro necesidad de ir a la contra, a conocerles. Así encontrará a la joven Natalia, la hija, y también tendrá una relación especial con Bernhard, el sobrino que lleva los negocios berlineses. Una relación tan decisiva y tan dispar, tan hecha de encuentros y desencuentros, como aquella que mantenía con Sally Bowles. Y allí, desde esa parte del mundo condenada a ser exterminada, nos ofrece los últimos actos preliminares de la llegada de Hitler al poder. El principio de un final sino anunciado sí intuido. El cierre, la despedida. Una despedida que hará desde los ambientes comunistas, desde las SA por las calles, desde la policía mirando hacia otro lado, los cristales rotos, como la vida. Ya solo queda marcharse, porque él puede marcharse. Ese círculo imperfecto se cerrará con las lágrimas de Fraülein Schroeder, que ahora también es nazi. Isherwood juega por última vez ese juego en el que todos los personajes, los pobres, los ricos, los judíos, los arios, hombres, mujeres, tienen algo que decirnos sobre el curso del tiempo.