Viajes a los confines del mundo, de Denis Johnson (Contra) Traducción de David Paradela | por Óscar Brox
A Denis Johnson, como a David Peace, lo conocí en la colección Roja & Negra que dirigía Rodrigo Fresán. Otros tiempos, definitivamente mejores, en los que acercarse a la literatura criminal era, asimismo, la posibilidad de descubrir o redescubrir a poetas, prosistas, periodistas o buscavidas. Que nadie se mueva podía parecer una excepción en un autor que se movía con soltura por los recuerdos de Vietnam o las memorias de su vida de yonqui, en el continente africano o en algo así como un minimalismo poético que brillaba en cada frase casi tanto como su sentido del humor. O su sentido de la humanidad, a secas. Y sin embargo, no dejaba de ser una obra genuinamente johnsoniana, como estas crónicas en los confines del mundo que acaba de publicar Contra. Crónicas, viajes, a veces prácticamente relatos, que peinan tiempos políticos, cuitas morales y todo lo extraordinario e insignificante de la existencia humana; en resumen, todo lo que brilla en la escritura de Johnson y que nos traslada, casi de inmediato, a un mundo que está ahí, que nunca deja de estar, en todo su horror y belleza, que a veces significan lo mismo.
Viajes a los confines del mundo combina el gusto por una América estrafalaria y marginal, aún colgada de los sueños hippies o la fiebre del oro, con el periodismo de guerra. Afganistán, Somalia o, sobre todo, Liberia protagonizan los textos más largos del volumen. Y, también, esa ambigüedad que se gasta Johnson a la hora de escribir, diluyendo la frontera entre periodista y autor, entre testigo, actor o personaje. Con sus textos me pasa como con algunas crónicas de William T. Vollmann; ambos retratan el lado más oscuro de la naturaleza humana, a veces de manera excesiva, atrapados en la sordidez del paisaje y el pathos de sus protagonistas. Pero hay tanta exigencia en sus palabras, en la manera de acercarse a todo, que hablar de crónica o de cuaderno de viaje significa empequeñecer el trabajo literario de ambos autores. La forma en la que capturan sus impresiones, sus obsesiones, como quien tiene la necesidad de escribir hasta en el dorso de un posavasos. Porque en todo, en cada cosa, hay una sustancia o una pequeña porción de humanidad de la que conviene dejar constancia.
De la mano de Johnson conocemos una Somalia hundida en la guerra, puro contraste entre su interior desértico y la línea de costa que Ridley Scott retrató en helicóptero, en Black Hawk Derribado, a ritmo de Elvis Presley. El África fantasma en la que sus protagonistas agonizan o deliran entre kilos de khat, alucinógeno que no paran de mascar hasta que la espuma les sale de un color verde radiactivo. Johnson habla de la guerra como de un paréntesis entre el horror y el horror. Nadie parece hacer nada y hay mucho maquillaje político en cada gesto, se habla de procesos democráticos pero el pueblo luce igual de demacrado, y la sensación final es que ese compás de espera solo es la constatación de un punto definitivamente muerto. El tiempo que tarda un somalí en gastarse los cuartos con una nueva provisión de khat con la que delirar otro mundo.
Liberia, en cambio, es casi como una novela de espías. Un territorio extraño, incómodo, en guerra con Nigeria y con las aspiraciones dictatoriales de Charles Taylor. Un país al que se accede a través de Costa de Marfil y que Johnson describe como una pesadilla burocrática. Al que el autor, ahora periodista, acude para una entrevista del New Yorker a Taylor y que las circunstancias lo transforman en algo más. En una historia de idas y venidas, de espías, niños de la guerra, oasis (como el del propio Taylor) y debilidades humanas (como las del autor, que no duda en dar todos los nombres que ha conocido en su travesía para escapar de las pegajosas manos de la policía) que al final se convierte en una crónica sobre la lealtad, la humana, la de verdad, en tiempos de guerra. O sea, en un relato de Denis Johnson sobre Denis Johnson, con Taylor y toda la locura del continente africano como paisaje de fondo.
En Viajes a los confines del mundo no son pocas las veces que su protagonista está a punto de estirar la pata, ya sea por una avioneta que cualquiera diría que es capaz de volar o por la peligrosidad de querer revivir la fiebre del oro en una Alaska que todavía conserva algo de su naturaleza indómita. Y tampoco son pocas las veces que sus estrafalarios personajes nos dejan con la sensación de que otros mundos habitan el nuestro. En todo momento, Johnson sabe poner en su lugar a esa caterva de payasos y monstruos, a ese excedente de altas y bajas pasiones humanas, haciendo de cada texto un ensayo, una novela corta o un poema, entre humorístico y minimalista, sobre lo que significa estar vivo y poder contarlo. O, en el caso de Johnson, poder darle un sentido a través de la escritura.