Obras completas, de Sarah Kane (Continta me tienes) Traducción de Eva Varela Lasheras | por Óscar Brox

Sarah Kane | Obras completas

Llenar el tiempo. En El amor de Fedra asistimos a una escena plena de angustia y absurdo, de humanidad y violencia, cuando Fedra accede a la habitación de Hipólito para declararle ese exceso de amor abrasivo que la corroe por dentro. Ante la ausencia de Teseo queda ese hijastro malgastado, máquina de sexo y vergüenza que ha olvidado cómo se vive porque lo único que hace es esperar. ¿A qué? Llenar el tiempo. ¿Con qué? Con odio e imprecaciones, que Sarah Kane tiene la habilidad de transformar en algo parecido a la conmiseración. Del mismo modo que en Devastados o que en esa especie de tragicomedia en formato de cortometraje que es Skin. Piedad, sin la dimensión religiosa que acompaña al término, por unas criaturas extraviadas y reventadas por la vida, hechas de carne y sangre, de fluidos y palabras, que escupen sobre el escenario como acompañamiento para el dolor. O para la soledad. O para la exploración de esa intimidad que a menudo va unida a la soledad. O para ese amor, más anhelo que cualquier otra cosa, que le aporta el tono, la magnitud, a la soledad.

Con Sarah Kane sucede algo chocante. Cuando cruzamos la frontera que separa a Purificados de sus dos últimas obras, Ansiar y 4.48. Psicosis, nos queda la sensación del funambulista frente al vacío bajo la cuerda. Las voces se suceden, entrechocan o aplastan, preguntan, responden y completan frases, y sin embargo parece que solo haya una voz. La de Kane o la de sus miedos; la de Kane o la de sus deseos. Un poco de amor, otro poco de belleza, otro poco más de identificación. A veces las palabras, sus palabras, hieren por la proximidad con esa muerte que llegaría por su propia mano. Otras veces, por la angustia con la que retrata un mundo, una sociedad: cerrada, paternalista, medicalizada o reventada por todos esos poderes, fácticos o no, contra los que no podemos rebelarnos. Si acaso, actuar con la misma voracidad caníbal con la que los personajes de Devastados se alimentan de ese bebé. En esa imagen terrible, una más dentro de la iconosfera de Kane, que conviene tomar con un poco de preocupación. Porque, sí, está el shock estético (su teatro remueve ya desde la propia escritura), pero también hay otro shock, llamémoslo humano: esa necesidad de desvestir a sus criaturas, descoserlas y desposeerlas de todos esos atributos. Reducirlas, dejarlas a merced de sus impulsos, vaciar sus pensamientos sin esperar otra cosa que lo humano en crudo. Palpitante. Real. Pese a la brutalidad de la que se vale para alcanzarlo.

En esa bisagra entre algunas de sus obras, entre una intimidad plasmada a bocajarro y otra en la que aún hay espacio para unas formas dramáticas algo más tradicionales (tampoco demasiado), sucede la búsqueda incansable del teatro de Kane. Están la muerte y el amor, la herida y el trauma, el reconocimiento de un mundo y, también, el reconocimiento de ese otro mundo que tritura nuestra intimidad (pienso, especialmente, en Purificados), reduciéndonos a espasmos y estados alterados; a voces y palabras que parecen rebotar en el vacío, a la espera de que alguien ponga la oreja y escuche. Por compasión o por ese impulso tan humano de identificarse en el amasijo de altas y bajas pasiones de Kane. En su visión del sexo, de la carne, de la ternura y la violencia, de la enfermedad y de esa vida que no se puede, que no se sabe, que no cree que se pueda encontrar, extraviada en las palabras. En todas esas palabras que desfilan, que siempre coquetean con el fin, que nos dejan con la ansiedad de un compás de espera. De la espera de algo que nunca llega.

4.48. Psicosis cerró la obra de Kane. El miedo, otro concepto afín a su teatro, funciona como aglutinante, como elemento cohesionador. Tememos porque sentimos y nos agrupamos porque creemos que así le podemos hacer frente. El miedo, paradójicamente, nos hace estar menos solos. Uno lee esa última obra como una reflexión sobre esta idea. Sobre la función social del miedo. Sobre el terror a la soledad. Sobre el cansancio, más bien mental, cuando no conseguimos borrar su huella cada vez que trazamos un nuevo vínculo, una nueva relación. Algo, lo que sea, que nos haga sentir humanos. Y el teatro de Kane lo era. Demasiado. Excesivamente doloroso, que es lo mismo que decir excesivamente humano. Sarcástico cuando sabía que tocaba de pleno lo íntimo; brutal cuando veía vulnerada su inocencia; abrasador cuando se revolcaba en esas pequeñas miserias que las palabras nunca saben cómo hacer desaparecer. Que se instalan en la boca del estómago para trepar, poco a poco, hasta ese lugar en el que se producen nuestros pensamientos.

Con la edición de estas Obras completas, no solo tenemos la oportunidad de acercarnos a la personal poética de Sarah Kane, dos décadas después de su muerte, sino también de experimentar esa crueldad, esa humanidad, ese diálogo abierto con la barbarie que, al final, describe el sentido de la vida. Frente a las imágenes terribles de su teatro, nos queda esa otra voz, firme, titubeante, siempre viva, con la que Sarah Kane escrutó la ansiedad de estar vivo. Que le hizo correr de un lugar a otro, de un ambiente a un espacio vacío, en busca de un poco de amor, de un poco de comprensión, con el que calentar su alma. Un alma que, como la de la Fedra de su obra, quemaba.


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