Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, de Ennio Flaiano (Fiordo). Traducción de Martín Schifino | por Juan Jiménez García
Esos extraños placeres… Releer a Ennio Flaiano. No sé si es posible releer a Ennio Flaiano. Sí, puede cogerse uno de sus libros y volver sobre él, pero siempre se vuelve sobre un territorio que se abre ante nosotros nuevo. Qué curioso prodigio. Curioso porque Flaiano fue un escritor que daba vueltas sobre sí mismo, ya fuera desde la narrativa o los apuntes breves. Tal vez todo sea cosa de que «sí mismo» es un territorio vasto, inabarcable, en su caso. Un paisaje que se construye y destruye con la misma intensidad, para volverse a construir y destruir en un movimiento perpetuo. El escritor italiano se nos impone como uno de esos misterios íntimos que acompañan nuestra vida de lector. Otro de esos escritores que no logramos entender como nos son leídos multitudinariamente, hasta que reparamos en que las multitudes, primero, no leen, y luego… Bueno. Luego. Como a aquel Adriano, que solo yo pienso salido de La notte, nos invade una melancolía por el futuro. Y por el pasado. Y, desde luego, por el presente. La melancolía, esa forma poética, aún más, de la tristeza. O el traje bonito de la desesperación.
Diario nocturno no es un libro póstumo, como buena parte de la obra suya que conocemos. Su obra, que solo tiene una novela, Tiempo de matar, y algunos relatos más o menos extensos, está formada por cuadernos, apuntes y obra periodística. En el caso de este, una década de cuadernos que van desde 1946 a 1956. Y, como es una obra breve, curiosamente rara vez se edita en solitario. Es un acierto que Fiordi, editorial argentina (en España la publicó Seix Barral hace sesenta años, ahí es nada), la dejé ahí sola, desnuda en su intensidad de hombre en tránsito. La guerra ha terminado, Flaiano es un hombre de cine (no olvidemos que es el guionista de la primera época de Federico Fellini, llegando hasta Ocho y medio y un poco más allá) y también un hombre social. En esos años de recomposición del espíritu nacional (es decir, del enmascaramiento de la realidad reciente), él ya está con su única novela y escribiendo un poco por todos lados.
Sus cuadernos no dejan de convertirse en el reflejo de esos años y en un tratado de estilo. Un retrato de actitudes, de maneras, de observador nada distante, con esa habilidad suya para el retrato en pocos trazos, en algún gesto, en esas pocas palabras capaces de dejarnos desnudos sin posibilidad de recomposición. Como algunos de nosotros, Flaiano era un pesimista por un exceso de optimismo sobre el ser humano. En él se encuentra días oscuros llenos de una luz radiante y la condición humana es precaria, pero llevamos miles de años sobreviviéndonos. A los demás, pero fundamentalmente a nosotros. En sus cuadernos, entre esbozos y esbozos, entre anécdotas despiadadas de su día a día, de vez en cuando encontramos un breve relato. Y entre ellos, algunas piezas criminales de un humor negro, negrísimo, cercano a la realidad del día a día. Sobre el loro de Stalin, sobre el teatro o sobre el asesinato como algo honorable si la víctima no nos cae simpática. La decapitada, ese es su título, es tan lógico y tan real, a la vez que disparatado, que nos asustaríamos si no llevásemos años asustados por casi todo. Y aún le queda la extensa crónica de un viaje por España, cuando no éramos muy distintos de Italia (y Ennio Flaiano también fue guionista de El verdugo, obra capital de Luis García Berlanga, donde se encontró con un igual o un parecido, Rafael Azcona).
Qué difícil es entender el paso de Ennio Flaiano por nuestro país o por nuestro idioma. Qué abochornados nos sentiríamos si estas cosas fueran aún capaces de causarnos sonrojo. Tal vez solo sea que a los emperadores nos resultan particularmente molestos los niños que nos dicen que vamos desnudos y que, encima, lo dicen de una forma tan despiadada y tan poco inocente. La historia del mundo podría explicarse mejor por la ausencias que por las presencias. Nos sería más fácil entender nuestros fracasos, que son tantos y tan poco reconocidos.