Toda una vida, de Jan Zabrana (Melusina). Traducción de Fernando de Valenzuela | por Juan Jiménez García
Empecé a escribir sobre este libro en el año 2015. Desde entonces…
Hay libros que son toda una vida. Libros que han sido escritos para intentar al menos atrapar esa parte de ella que nos atormenta, incluso que nos aniquila. Diarios íntimos que se escriben para que algún día vean la luz, tras atravesar toda esa oscuridad. En algunos países, pongamos Checoslovaquia, escribir fue durante un tiempo escribir diarios. Escribir para uno mismo, escribir ahogados por presente, con un pasado que se moría entre sus manos, sin un futuro en el que confiar. Ni tan siquiera era, en muchos casos, una actitud elegida. Ni tan siquiera respondía a esa implacable lógica del castigo. Los hijos purgaban las culpas de los padres, bajo el signo de la fatalidad. Jan Zabrana, traductor, escritor, fue una de esas víctimas. Hijo de padres con ideas inapropiadas, presos durante años, el checo vivió en una prisión exterior igual de destructiva. A menudo, repite una frase de Dante: Yo no morí, más vivo no quedé.
Frente a eso, frente ya no a la posibilidad de ir, por ejemplo, a la Universidad o publicar, sino frente a la prohibición de ser, ¿qué quedaba? La impotencia, tal vez. Zabrana eligió la rabia. Integrante del equipo de los vencidos, Toda su vida no será un largo lamento, sino una acusación. Una acusación a los culpables, pero también a aquellos que callan, a aquellos que otorgan, a aquellos que nos hacen invisibles, para su comodidad, porque igual ni tan siquiera es posible vivir teniéndolo todo presente. Zabrana se interroga sobre qué lamentará uno más cuando llegue la muerte, si lo que no ocurrió o lo que no hizo. Nunca hubo un tiempo para los héroes, quizás porque el mayor acto de heroísmo, como el título de aquella película checa, es encontrar el coraje cotidiano.
Leer a Zabrana es doloroso. Sus frases nos atraviesan como agujas. Atraviesan nuestras dudas y también nuestras certezas. No somos inocentes. Nunca lo fuimos, nunca podremos serlo. Tampoco él. La madurez llega cuando somos capaces de asumir nuestro fracaso. Dice. Esta selección de sus diarios empieza con un pensamiento que lo recoge todo: es capaz de asumir los riesgos de la libertad, pero no la falta de ella. La prisión de sus padres cuando no es más que un adolescente le envenena. Por su sangre no dejará de correr la desesperación y también el odio. Odia a comunismo pero es consciente de que sus modos no son distintos de los modos de otras ideologías. Después de todo, es una cuestión del ser humano. Ni tan siquiera la Primavera de Praga aliviará todo ese dolor y todo ese rencor. ¿No siguen siendo los mismos, el mismo partido? Luego la invasión soviética y vuelta empezar. No. Es cierto. No se puede volver a empezar lo que nunca acabó.
El coraje absoluto y la humildad absoluta. Vivir, resistir. Muere la madre. Las páginas que le dedica son de una belleza sobrecogedora. También el padre. Muertos todos los que quiere, ya no tiene miedo. Zabrana envejece y nada cambia. Morirá antes de la caída de todo ese sistema que acabó con su vida cuando ésta solo empezaba. Habrá vivido siempre ahí, atrapado, encerrado en una prisión invisible pero palpable. El dolor es físico. El desgarro es físico. Siempre estará entre los vencidos. De derrota en derrota hasta la derrota. Qué lamentará más uno cuando llegue la muerte: lo que no ocurrió o lo que no hizo. Poco a poco, su escritura desgrana traiciones y enfermedades. Su cuerpo a la deriva. Su cabeza atravesada por pensamientos funestos. Recuerda, como recordamos, la amplitud de nuestras lecturas de juventud.
Hay algunas fotografías suyas. En ellas siempre sonríe. De niño, joven, viejo. Pero luego está esa mirada, en la que caben todas las contradicciones. Triste, agotada. Toda la vida de Jan Zabrana fue la constatación de que solo quería estar solo, en silencio. Escapar del ruido del tiempo.
Silencio. Noche. Frío.
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