Panorama del hampa, de Blaise Cendrars (Libros de Trapisonda). Traducción de María Inglés Tudela | por Víctor Olcina
«La vida, auténtica querida de los hombres de verdad» — Louis-Ferdinand Céline
«Dime Blaise, ¿tomaste de verdad el Transiberiano? — ¿Y a ti qué más te da? ¿Acaso no os he hecho viajar a todos en él?» — Blaise Cendrars, en conversación con Pierre Lazareff.
Blaise Cendrars pertenece a esa categoría de escritores a quienes aterrorizaba constantar que la mayoría de los hombres se detiene al borde de la vida. Sabía bien que, por regla general, morimos en la infancia de la personalidad. De ahí su obsesión por vivir, por una vida extática, colérica, generosa, desbordande, sedienta de ponerse a prueba en todos los caminos del mundo. Su afán llegaba a tal extremo que, en los últimos instantes de su vida, ya gravemente enfermo, prefirió soportar los rigores crudos que preceden a la muerte sin calmantes ni analgésicos, para conocer así la experiencia de morir. «Cuando vi a aquel hombre valiente y heroico con lágrimas en los ojos, salí de la habitación. Ni siquiera me despedí, no podía soportarlo», diría Henry Miller de aquel episodio. Poco después, fallecía a la edad de 73 años en su casa del número 5 de la rue José María Heredia de París.
Si bien en vida gozó de la estima de un reducido número de grandes artistas, la mayor parte de sus libros están hoy descatalogados, desaparecidos u olvidados. Al contrario de los escritores mediocres, para quienes relacionarse bien es una cuestión de supervivencia, Cendrars pasaba sólo temporadas intermitentes en París, punto de partida y retorno de sus innumerables viajes. Aborrecía la cultura, tal y como se entiende esta palabra en el lenguaje ordinario. En 1924, cuando ya contaba a sus espaldas con una obra poética inmensa, se confesaba «verdaderamente asqueado de la literatura —de sus esclavitudes, sus castigos— y de la vida artificial y conformista que llevan los escritores». La escritura era sólo un medio, el más precario tal vez, para expresar un anhelo que resuena más nitidamente en los detalles de su propia vida: en sus viajes febriles a través del Amazonas, en sus amores desmesurados, sus cóleras y sus nostalgias. No tuvo tiempo de conquistar su pequeño altar en el lúgubre panteón de los escritores respetables.
Cendrars poseía un vocabulario amplísimo, no sólo en lo que concierne a la literatura; conocía a la perfección el lenguaje de los criminales, del comercio, todas las variedades de jerga y de expresión extranjera de todos los países por los que había viajado. Es por ese motivo que su literatura está viva, nos transmite el sentido de realidad que sólo un auténtico hombre de mundo puede convocar. Entre 1924 y 1936, viajó en tantas ocasiones a Sudamérica —a bordo de su Alfa Romeo de carreras, cuya carrocería había sido diseñada por Georges Braque— que se decía que la Route Nationale no. 10 comunicaba directamente su casa de Tremblay-sur-Mauldre con Asunción, Paraguay.
Por todo ello, celebro el atrevimiento de la editorial Trapisonda al publicar Panorama del hampa —aparecido originalmente como Les gangsters de la Maffia en 1935—, una recopilación inédita de algunos de sus escritos acerca del crimen organizado publicados en la prensa durante los años treinta. Se trata, naturalmente, de otro Cendrars, distinto del poeta y del novelista, que decepcionará a quienes anden en busca de literatura avant-garde. Son escritos menores, no cabe duda, y que sin embargo iluminan una parte sabrosa de ese mundo pendenciero y despiadado por el que Cendrars se movía con el sigilo de un gato. Quienes admiren al hombre, además de al escritor, lo devorarán.
Blaise Cendrars es incapaz de caer en el lugar común, de arrojar una sola palabra insípida y monótona porque toda su vida está imbuida de aventuras arriesgadas y sentimientos desmesurados. No tiene necesidad de recurrir a imágenes surrealistas o a la fantasía; toda su obra, como muestra Panorama del hampa, se sitúa en el mismo plano que la realidad, está embriagada de ella, y sin embargo logra transmitirnos una sensación del misterio. Las profusas descripciones, los matices, comentarios y anotaciones de Cendrars nunca tienen como propósito penetrar este misterio; más bien al contrario, lo ensanchan, le proporcionan colores incandescentes, posibilidades inagotables.
Panorama del hampa está sembrado de paisajes portuarios, bosques, selvas, ríos —como el Nive, que los contrabandistas vascos cruzan formando una cadena—, bares de mala muerte, restaurantes de lujo, pasos aduaneros. Contiene toda la diversidad del crimen y los bajos fondos. También contiene amor auténtico, a la manera violenta, implacable y tierna de los contrabandistas, que fue también la manera de Blaise Cendrars. Una manera honesta e ingenua que rara vez se aprecia en la literatura o la vida de nuestros días. Tomemos como ejemplo a Zette, una vieja prostituta corsa que se nos aparece como un fantasma, en el puerto de Marsella, para relatar la historia de sus manos apuñaladas.
«Vas a saber toda la verdad. Es mi hombre quien me ha hecho esto. Era guapo. Yo tenía dieciséis años. Vivía en la montaña. (…). Una noche, llegó mi hombre. Me tomó en sus brazos, me acarició y me hizo mimos. Y, de repente, me dice: “¡Zette, me vas a querer siempre, si no…!” Y me hace apoyar las palmas de las manos sobre la mesa… y me las clava en la mesa con dos cuchillos…».
La literatura de Cendrars proviene siempre del viaje, de un cierto extrañamiento. Es veraz incluso cuando no es más que pura invención. Los paisajes de sus obras nos recuerdan lo que no hemos podido vivir, nos dejan insatisfechos, nos lanzan a la aventura. Después de haber recorrido sus páginas, a uno no le queda sino el sabor amargo, incómodo y peligroso que impele irresistiblemente al abismo. Uno preferiría, tal vez —como exclama en ese gran poema que es Prosa del Transiberiano—, no haber emprendido nunca el viaje. Tal vez fuera este carácter contradictorio, enigmático y errante de Blaise Cendrars lo que le llevó, hacia el final de sus días, a convertirse al catolicismo. El veterano de todas las guerras, el ladrón de caballos, contrabandista, director de cine, poeta, anarquista, marinero en el Mediterráneo y el Atlántico, cafetero en Brasil, mercader de perlas en Teherán y recolector de plátanos en Panamá, toma por esposa a Raymone Duchâteau, su amor de toda una vida, en la iglesia de Saint-Dominique, París, el primero de mayo de 1959. Fallecería sólo dos años después, rígido y con lágrimas surcándole las mejillas, en el apartamento del número 5 de la rue José María Heredia de París.