La juguetería mágica, de Angela Carter (Sexto Piso) Traducción de Carlos Peralta | por Juan Jiménez García

Angela Carter | La juguetería mágica

La noche es una bestia devoradora. La quietud, salvaje, brutal, transfigura los contornos del jardín, del manzano, el cuerpo mismo de la muchacha. Su cuerpo joven de novia, su blancura. Apremia el vértigo y un temblor sacude su carne como una premonición. En la noche, Melanie se despide de su propia infancia sin saber que el adiós es una herida. Que de la belleza brota la muerte como un insecto de alas pálidas. Que allí, ante la traición, el vuelo caerá con una levedad helada. Es y no es hermosa. Es y no es una niña. Es, definitivamente, huérfana. Aunque sólo el manzano lo sepa en esta hora.

Eso espera a los hermanos: la orfandad. El hogar que se quiebra hasta la ruina. Los tres hijos solos, ella y los dos pequeños, una maleta que contendrá su infancia. Un tren que los llevará hasta un lugar desconocido. ¿Qué será de ellos más allá del campo? ¿Qué será de Melanie, su cuerpo joven, su temblor a punto de extinguirse? La vida los ha traicionado. Ella ha traicionado a su madre. Con su vestido de novia, su vuelo ha sido el último vuelo. En el manzano, como una joya olvidada, la corona que un día llevó su madre. Madre querida, empiezo a olvidar su rostro. Y el tren se los lleva lejos, a la ciudad, bajo el ala de un cuervo que los atemoriza. El tío como una tormenta. El hombre de la fotografía. Y su mujer desconocida, y también los muchachos que bailan, aunque aún no los conozcan. El fuego que habrá de calentar sus manos, si es que alguna vez logra sacudirse el hielo.

Allí los recibe la suciedad. Una violencia soterrada que olfatean como cachorros. Los tres hermanos se desligan; se entregan, a su manera, a la nueva casa. La nueva vida sobre la juguetería del tío, donde la tía Margaret, la muda, acaricia con sus manos de pájaro. La pequeña encuentra pronto el nido. El mediano se entrega a sus ensoñaciones. Pero Melanie sufre. Sufre su cabello tirante, su cuerpo que se espira, el corazón que anhela la infancia. Sufre la violencia que se vuelve negra sobre uno de los muchachos. El pelirrojo que baila. Finn, hermano de Margaret, criatura huidiza y saltarina. Ella lo ama y lo detesta. Ama el cabello de fuego de su tía. La música que, en la noche, brota bajo la violencia. Bajo la dominación de un hombre, el tío Philip, que sólo ama la madera. Sus juguetes como heridas abiertas. Las marionetas que bailan en el sótano. Bajo su mando, la casa multiplica su peso y los asfixia. Y Melanie se aferra a los hermanos de Irlanda, a los pelirrojos cuyo ardor, más allá del miedo y del silencio, encuentra formas de aflorar cuando la tormenta amaina. Melanie los espía a través de las cerraduras. Sigue temblorosa sus pasos. Aprende sus movimientos, su olor zorruno, sus gestos. Desea pertenecer a la manada; que ellos, atentos, dulces, tiendan hacia ella sus manos. Salvadme, les pide, mientras su tío sacude sus marionetas. Salvadme del cisne que amenaza con devorar hasta el último de mis huesos.


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