Hay libros que deben ser necesariamente leídos al azar. Pienso en las enciclopedias no como libros de consulta (los nuevos tiempos acabaron con todo esto, como acabaron con tantas cosas maravillosas), sino como libros para ser leídos al azar. Y lo pienso con la aparición del segundo tomo de la Enciclopedia Yokai, esa obra magna de Shigeru Mizuki, publicada por Satori. Es imposible (e incluso un poco terrible) pensar en una lectura ordenada, pero es fascinante acercarse a ella como la promesa de un descubrimiento inesperado. Un libro para dejar encima de la mesilla de noche, para leerse un cuento, para leer un cuento a alguien, niño, niño adulto. El libro de Mizuki escapa a un simple inventario de seres sobrenaturales. Ya no solo por contener sus propias ilustraciones (y estamos hablando de uno de los mejores ilustradores japoneses de todos los tiempos), sino porque además de todo esto, es un libro de leyendas, de relatos salidos del folclore popular. Historias transmitidas a través del tiempo protagonizadas por estos seres, entre lo fantástico y lo humano. Caracterizaciones de nuestros miedos, seguramente.
Pienso que los yokais, como sus equivalentes en cualquier cultura del mundo (aunque es difícil encontrar toda la riqueza que contienen en otro lugar), son la materialización de algo abstracto. Y que ese abstracto serían nuestros miedos. Qué mejor manera para escapar a esa imprecisión que darles una forma física. Por muy disparatada que sea esa forma física. Y es que los yokais pueden ser seres terribles (y lo son), contenedores de nuestras peores pesadillas, pero Shigeru Mizuki (y no solo él) supo encontrar en ellos ese lado amable, cómico y hasta disparatado, que buena parte de ellos contienen. Si una forma de escapar a nuestros miedos más íntimos es darle una forma, porque no iluminarlos a través del humor. La seriedad es algo monstruoso.
Pero los yokais, además, son seres que surgen en buena medida de la naturaleza (también nuestros miedos tienen su raiz en ella ¿no?). Son el origen del mundo, sus habitantes primigenios, ahí desde siempre, aunque no se materialicen o se dejen ver. Apariciones de otro tiempo, sus formas están íntimamente ligadas a aquello que les rodea, ya sea agua, árboles, tierra, aire o cualquier rincón. Ni tan siquiera tienen que hacer algo terrorífico. Algunos simplemente están (y no es encantador pensar en seres que solo están). Aparecen y no hacen nada.
El segundo tomo, además, se complementa con dos apéndices más que interesantes. Ano yo. El mundo de ultratumba (dado que los yokais habitan entre los vivos) se abre a los espíritus, mientras que Shinbutsu. Las divinidades, se acerca a los dioses, esos habitantes de ninguna parte. En el primero podemos encontrar algo que conocemos bien: el infierno. Un infierno al que van los osos que han matado a una persona, los humanos que cometen delitos y las divinidades malignas (qué extraordinaria unión de naturaleza, hombres y dioses, compartiendo espantos por sus acciones). Y los dioses. Cómo no puede resultar enternecedor, para nosotros, que tenemos dioses de la guerra, que haya una divinidad para los gusanos de seda… O la etnia ainu, que pensaba que cada uno de nosotros tiene dentro un espíritu, y que es él quien nos da nuestra personalidad…
Otros mundos, otras culturas, otros seres, que nos acercan, en vez de alejarnos. Porque es difícil no encontrar todos esos vasos comunicantes que unen esas leyendas con las nuestras, esos espíritus con los nuestros, esos seres con los nuestros, hasta ser la expresión de todas las inquietudes que hemos tenido desde que el mundo es mundo y los seres humanos eso. Desde que empezamos a preguntarnos y nos buscamos respuestas en forma de personajes curiosos que venían a nuestro encuentro. Abrir la mente a otros mundos que están todos en este e incluso en nuestro interior, escondidos en aquel niño que fuimos y que dejamos atrás, obligados, de mala gana.