Hermanas (Bárbara & Irene), de Pascal Rambert (La uña rota) Traducción de Coto Adánez | por Óscar Brox
Probablemente, el teatro de Pascal Rambert sea una cuestión de magnitud. O de intensidad. De la posición de lector, así como también del espectador de la función, frente al texto dramático. Frente a la acumulación de palabras que a veces forman un monólogo o un diálogo. Que exponen, explican y agotan, según el fragmento, una idea o un sentimiento. El amor, el rencor o el odio. La práctica ausencia de marcadores textuales nos deja, o nos concede, la potestad de marcar el ritmo, la velocidad, el atropello con el que se suceden las palabras. En una obra como Hermanas, además, en la que su autor recalca el uso del lenguaje como arma, se trata de una sensación palpable en cada intervención de Bárbara e Irene. En ese reproche moral compartido, en esa violencia condensada en unas palabras que no solo buscan herir, sino también preguntarse si todavía se puede herir. Dañar. Mostrar un dolor fruto de la experiencia de años.
Rambert agota el sentimiento de rencor llevando a sus personajes a conocer nuevas formas de expresarlo, de ponerlo en escena y utilizarlo como arma. Se apoya en esa idea de que un monólogo, o un diálogo, parezca una tentativa de alcanzar algo (un recuerdo, una vivencia, una exposición brutal del malestar de sus personajes), pero en lugar de dejar que fluya utiliza las palabras como si se tratase del ruido blanco de una conversación. Para cansar, para que el lector perciba la magnitud del reproche, o del sentimiento que dibujan sus personajes, de la intensidad lírica con la que las palabras nos conducen hasta aquel. Cómo, en definitiva, nos encontramos inermes frente a unas palabras que nos golpean, que nos conmueven, porque son capaces de expresar y poner en escena esa intimidad que surge de las mismas entrañas.
En Hermanas, el fondo dramático, el paisaje de la escena, abarca a la familia, el trabajo, el compromiso (político y emocional), la sexualidad o el amor. Sin embargo, Rambert observa todo aquello con bastantes reservas. Se diría que se trata de peajes que sitúan tanto a Bárbara como a Irene en una sociedad programada emocionalmente. Pautada, (falsamente) comprometida y humana. Y lo que el dramaturgo francés pretende es desmontar esos prejuicios, esa moral, y escrutar a través de la magnitud de las palabras lo que queda de todo ello, si es que queda, en sus personajes. De ahí la violencia del más simple acto de habla, la fiereza con la que las hermanas parecen representar el mito bíblico de Caín y Abel. La sensación de soledad que proyecta ese diálogo extenuante en el que las palabras buscan llegar hasta las vísceras. Hasta lo más profundo. Al origen de esa herida que, con el paso del tiempo, las ha distanciado.
Hay siempre una precisión en el lenguaje teatral de Rambert que el lector comprueba cada vez que desnuda emocionalmente a sus personajes. De un lado, está ese lenguaje que horada, que cava pacientemente en el terreno de las convenciones sociales para llegar hasta todo aquello que no se dice. O que no sabemos cómo decir. Y que, a partir de ahí, utiliza todas esas palabras que a veces no ilustran más que una sensación para construir con ellas a los personajes. De ahí no solo su poder, sino esa idea de que es el lenguaje el que construye y destruye un mundo. El que crea y consume a un personaje. El que funciona como frontera y también como hogar (esto último, muy especialmente, cada vez que las hermanas evocan la figura de la madre). El que, en definitiva, nos expone, nos muestra esa magnitud y potencia, la intensidad del drama y la violencia con la que se ejecuta en escena.
Tanto Hermanas como El arte del teatro, el pequeño texto que acompaña a esta edición de La uña rota, reclaman a un lector/espectador libre de cualquier tentación de aburguesamiento. Entregado, como el dramaturgo, a desempolvar la potencia del teatro, a quitarle sus telarañas decimonónicas y restituir el valor de la palabra dramática. En el caso de Rambert, con una pizca de ironía reservada a la crítica social, a la forma en la que la sociedad contemporánea modula nuestras relaciones, nuestras emociones, los vínculos y los afectos. Cualquiera, ante la presencia del rencor, podría pensar que se trata de un psicodrama; de una obra que es, ya desde su arranque, pura catarsis. Pero creo que Rambert no busca tanto eso, como mostrarnos el proceso dramático que conduce hasta allí. Es la diferencia entre un creador preocupado por advertir el origen del dolor y otro que se conforma con ponerlo en escena. Del teatro de Pascal Rambert, probablemente, se sale confuso, exhausto, golpeado por unas palabras que, más que dejar espacio, lo asfixian. Por una intensidad que nos coloca siempre al borde del precipicio, frente a frente con unas emociones que, nunca mejor dicho, son armas de destrucción masiva. Que, ante todo, nos recuerdan el peso de la palabra en la creación del drama.