La maleta, de Serguéi Dovlátov (Fulgencio Pimentel) Traducción de Justo E. Vasco | por Óscar Brox
Basta abrir al azar cualquier página de la obra de Serguéi Dovlátov para constatar cómo, en tiempos del telón de acero (pocas veces fue más literal una expresión, por cierto), resultaba difícil de tragar una mirada tan incisiva sobre la realidad. O tan tozuda. Reñida con la intelligentsia de la época, para la que Dovlátov inventaba infinitas burlas mientras su escritura se deslizaba por los márgenes de la sociedad. A tortas con el sarcasmo y la melancolía. Para ser un escritor prisionero de una decisión crucial (elegir la escritura o la vida en tiempos difíciles, como explicaba en Oficio), la obra de Dovlátov nunca deja de desplegar un sentimiento de humanidad pegado, como el chicle en la suela de un zapato, en cada uno de los insignificantes personajes que pueblan ese zoológico político que fue la URSS. Molesto, precisamente, por su habilidad para despuntar, a través del relato de esas vidas discretas, un crisol de emociones que el régimen, en toda su tenacidad censora, era incapaz de laminar.
La maleta es el relato de un exilio narrado a partir de las pocas posesiones que su autor empaquetó antes de partir rumbo a otro lugar. A ese otro parque temático que representaban los Estados Unidos del capitalismo a destajo. Elocuentemente, Dovlátov apenas los menta, más allá de esas diferencias sustanciales que se evidenciaban en las penurias económicas con las que la vida transcurría en Rusia. O en los quebraderos de cabeza que provocaba, una y otra vez, su falta de compromiso con la ideología predominante. Para eso ya había demasiados voluntarios. De ahí que en La maleta conviva el relato de los tiempos del estraperlo (y esos calcetines fabricados en Finlandia) con la profundidad emocional con la que, en unas pocas palabras, describe la relación con su mujer (y que, en Los nuestros, adquirirá nuevos matices). Una camisa de popelín con la chaqueta vieja de Fernand Léger o los botines de buena calidad que le birla, en mitad de una escandalera, a uno de los representantes políticos del régimen.
A Dovlátov hay que admirarlo por su habilidad para dejar que las vidas difíciles, los ambientes más míseros o los personajes más enloquecidos -aquí el primo Boria, por ejemplo- cuenten sus historias; y lo hagan, además, sin caer en la afectación o el embellecimiento gratuito. Con esa pizca de fealdad que empaña las cosas bonitas, como una muesca en una figura de porcelana; o con las gotas necesarias de melancolía que enturbian el sarcasmo y la mala baba con la que conviene denunciar las estupideces de una vida sofocada por comités, purgas intelectuales o persecuciones políticas. En la que la alegría, paradójicamente, se encuentra en la escritura (porque, qué duda cabe, leer a Dovlátov hace feliz), en la continua transgresión de esa línea recta que demandaba el partido o en las pequeñas historias, en minúscula, que surcaban a lo largo y a lo ancho una república que, en sí misma, parecía todo un continente.
Seguramente, Dovlátov era demasiado humano para la URSS y demasiado cínico para los consejos de redacción de los diarios obreros. Por eso su escritura era tan capaz de atrapar lo profundo y lo liviano, lo que pasaba desapercibido y lo que requería atención; el ambiente cargado por los vapores del vodka y los escenarios más insólitos, desde una habitación de hotel a una exhibición de arte. Pocas veces un autor deja vivir con tanta pasión a sus criaturas, cuando no a su propia memoria, esparcida en cada palabra, en cada souvenir, en cada gesto que pone en escena la dureza de una vida marcada. O arruinada, entre unas cosas y otras, por ser demasiado humana. De ahí que en La maleta conviva la fina ironía con las imprecaciones más brutales, la amargura de esos perdedores que han renunciado a su existencia con la ceguera de aquellos que aún creían en el simio de Lenin. Y entre todo ello, entre detenciones, trabajos de mala muerte, textos purgados, marginados o directamente perdidos, que en la mayoría de los casos se recuperarían con posterioridad, estaba Dovlátov. Escritor de viñetas de humanidad, satirista sin necesidad de ponerse la medalla, gigante derrotado por un sinfín de factores (empezando por la bebida y acabando por el empuje de su propia vida), testigo de una herida y sus múltiples cicatrices que empaquetó en las minúsculas dimensiones de una maleta. Al fin y al cabo, Dovlátov escribía porque vivía, y viceversa. Y esos recuerdos, almacenados en cada historia reunida (y qué grandísima es la historia del zek al que conducen, camino de su juicio, por un bosque), no dejan de gritar una evidencia: que la escritura de Dóvlatov, tantos años después de su muerte, permanece viva.
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