Principes mundi, de Tadeus Calinca (Alupa) | por Óscar Brox

Tadeus Calinca | Principes mundi

Hace unos años, a propósito de la publicación de El hijo de César, de John Williams, escribía cómo en ocasiones la ficción histórica debe elegir entre lo evocador y lo preciso. Entre las reconstrucciones de Graves o Yourcenar, que acercaron el esplendor de la Roma clásica, o el inspirado ejercicio de literatura que abarca desde la ficción una época prácticamente mítica. Así como David Malouf se atrevía a reescribir, en Rescate, uno de los episodios de La Ilíada de Homero, John Williams hacía lo propio con la figura de un Augusto que, en no pocos aspectos, resultaba una prolongación sentimental de aquel maestro arrastrado por las corrientes de la vida que protagonizaba Stoner. Con Principes Mundi, que supone una nueva incursión de Tadeus Calinca en las historias de la antigua Roma, sucede algo parecido. Por un lado, el lector puede observar la profusión de detalles, geográficos e históricos, que proporcionan un marco y un contexto a las campañas bélicas y las sucesiones en la cúspide del imperio; por el otro, quizá aún más importante, somos testigos de ese paisaje de altas y bajas pasiones que teje los numerosos intentos por recuperar el esplendor y la gloria de un imperio que, casi como cualquier cosa, también sufre los estragos del tiempo. O, sería mejor decir, de la vida.

A buen seguro, Principes Mundi es la historia de varios personajes. De un lado, la de Diocleciano y Maximino, Júpiter y Hércules, al rescate de un esplendor imperial sumido en batallas de sangre y luchas fratricidas que, en vez de gloria, han traído dolor. Calinca invierte parte de su novela en narrar el avance de ambas figuras en un tablero que, irremediablemente, los enfrentará a la crueldad de Carino, esa otra cara, perversa y consumida por un poder casi ilimitado, que solo la muerte podrá contener. Diocleciano, Augusto, no será otro emperador al uso, despótico y amarrado al poder hasta la llamada de la eternidad, sino un estadista empeñado en reformar un imperio que había sacrificado su vigor entre complots y excesos de hybris; humano, demasiado humano. De ahí, precisamente, el interés del autor en tejer en paralelo el retrato de esos dos hombres destinados a regir el futuro de Roma desde la cúspide. El amor masculino, la ternura, la construcción de ese otro microcosmos amamantado con el valor, la sangre derramada y la complicidad que solo puede darse en el fragor de la batalla.

Pero si Diocleciano, Maximino o Constantino son los protagonistas de esa historia, que tiene su escenario en Mediolanum, Flavia, Helena o Valeria dibujan la otra cara, el envés de esa mitología masculina. La violencia, por ejemplo, de Carino, que consume a Flavia hasta que no le queda otra que una huida desesperada fuera de su alcance; la clase social, que separará la naturaleza stabularia de Helena de su marido, pues un Augusto necesita de una categoría más noble para asegurar la proyección de su linaje. Calinca teje las vidas de esas mujeres desde la calma tensa de quien es testigo de las transformaciones del paisaje pero, en verdad, no sabe cómo intervenir en ese proceso. Con ese dolor, físico y emocional, que captura no solo la voracidad con la que el Imperio romano trataba su expansión, sino también la fragilidad que inculcaba en sus mujeres como figuras secundarias en una lucha de pasiones demasiado poderosa como para tenerlas de protagonistas. Algo que, desde el mismo comienzo, Calinca trata de corregir al dotar de relieve, de densidad y carácter, a sus heroínas femeninas; al plantearnos ese contraste que se produce entre lo que tiene lugar en Mediolanum y lo que sucede en Pons Drusi. En una Historia que no se podría entender sin atender a sus múltiples escalas, a los relatos que de una u otra manera se entrelazan entre sí.

Es posible que la mayor virtud de Principes Mundi, más allá de su escrupuloso trabajo de contextualización y documentación, radique en el esfuerzo de Calinca por capturar todo aquello que escapa a la narración y el relato de las gestas: el avance implacable del tiempo, la forma en la que la vida, irremediablemente, se abre camino. De ahí, pues, que su novela tenga, conforme se precipita su conclusión, un aliento cada vez más amargo, nocturno y melancólico, a medida que la sólida relación entre esos dos héroes que han pergeñado la reconstrucción del imperio se enfría como tantas otras historias de altas y bajas pasiones. En ese dolor que, como una herida abierta, enfría el abrazo fraternal entre Júpiter y Hércules, el tiempo de intimidad y el amor que nadie más les puede proporcionar con tanta intensidad. Y es ahí, en ese regusto amargo, donde apreciamos la misma obsesión que conducía a John Williams a través de la biografía de Augusto: la de hacer de la escritura histórica un forma de mirar. De contemplar la fundación de un mundo y de los brazos que se encargaron de levantarlo. De rasgar los velos del mito para mostrarnos a los hombres, a los sentimientos, que convivían tras él. Con sus frustraciones y anhelos.


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