Diario de una alemana, de Hertha Nathorff (Libros de Trapisonda) Traducción de Virginia Maza | por Juan Jiménez García
Tantas aproximaciones al ascenso del nazismo, a la guerra. Tantos libros sobre Weimar, sobre Hitler. Tantos sobre los campos de concentración. Testimonios de aquellos que sobrevivieron o ni tan siquiera. Nunca suficientes. En Diario de una alemana, nos situamos en una posición extraña. Extraña porque no encontramos en él las convulsiones de Weimar ni las armas ni las bombas. No hay países invadidos, ni ciudades convertidas en escombros. Lo que hay, parafraseando a Sebald, es la historia natural de una destrucción, la propia. La de una judía que ni tan siquiera parece judía, alta y rubia, una médica, Hertha Nathorff. La historia de una asfixia, la de ella, pero también la de un mundo. Una historia de la impasibilidad alemana, pero también europea. De cómo llegar hasta las tinieblas más profundas del ser humano no fue cosa de un día ni el sueño de hombre convertido en pesadilla de otros, sino un camino arduamente construido, de cartas sobre la mesa y cobardía por todas partes. Me pregunto si estamos lejos de aquello, si hemos aprendido algo, alguna lección, reconocer algunos gestos. Y no, no hemos aprendido nada.
Hertha Nathorff tiene una posición ciertamente acomodada. No es una cuestión de dinero. Es judía, sin que eso represente mucho. Casada también con un médico judío igualmente, tiene un hijo por el que entregaría su vida. Le gusta escribir poesía. Le gusta escribir. Lleva un diario y una vida agradable, sin preocupaciones, sin tormentos. Pero Weimar se acaba y Alemania con ella. Estamos en 1933 y el Partido Nacionalsocialista alemán de Adolf Hitler llega al poder. A partir de ahí, empieza un lento discurrir hacia el abismo. No tarda en arder el Reichstag. Será el principio de una historia de falsedades a las que seguían leyes contra los judíos. De actos, de anexiones, que contaban con unos dirigentes europeos mirando hacia cualquier parte para evitar una guerra que ni tan siquiera evitaron. Antes de la solución final, se sucedieron las humillaciones y la muerte. Las noches, de cuchillos largos, de cristales rotos. El odio de todos (el antisemitismo no fue una moda pasajera ni un capricho de los nazis… era algo instalado en muchas naciones y en el común de los hombres).
Hertha asiste no solo a esto, sino a su propia desgracia. No es solo el deber de morirse o largarse (el único que asiste a un judío, finalmente, en Alemania) sino también su quiebra económica, incapaz de rescatar su dinero y sus bienes de ese naufragio. Irse tampoco es fácil. El tiempo corre en su contra y ningún país es lugar de acogida, más allá de esa (aún) Palestina, a la que no quiere ir. Lo terrible es ver cómo día tras día el cerco se estrecha, hasta sentir como sobrevivir es una cuestión de azar. Finalmente, en esa carrera contra el reloj, contra la muerte, logrará llegar a Nueva York. Nuevos fracasos, nuevas humillaciones, nuevas traiciones, nuevas despedidas de aquel mundo antiguo en el que fue feliz.
Testimonio desde dentro del dolor y la desesperación, relato personal de la destrucción del nazismo (con qué alegría se utiliza hoy esa palabra para todo, como se banaliza, se deja en nada, manoseada hasta el vómito). Todo se resquebraja. No hace falta esperar el gas, los aviones, todas esas formas de muerte. Es algo más íntimo, más extenso, más complejo, igualmente eficaz. Sí, estás vivo y estar vivo no es cualquier cosa. El día a día se convierte en una sutil forma de tortura. El miedo, en todo, en todos, esa cuerda que aprieta, hasta la estrangulación. Qué queda cuando no queda nada…