Minué para guitarra (en veinticinco disparos), de Vitomil Zupan (Sajalín) Traducción de Xavier Farré | por Óscar Brox

Vitomil Zupan | Minué para guitarra (en veinticinco disparos)

Es difícil saber si las guerras pasan, pues en numerosas ocasiones hace falta tomar una cierta distancia para empezar a comprobar sus devastadoras consecuencias. Cuando Jean Améry repasaba la Historia varias décadas después del Holocausto, la situación no parecía haber mejorado. Al contrario, ya que se habían multiplicado las agresiones sobre la condición humana. Y, en cierto modo, resulta desesperanzador encontrarse con una biografía como la de Vitomil Zupan, que nació en plena Guerra para crecer en una Europa surcada por las luchas intestinas entre naciones divididas. De buscavidas pasó a ser prisionero de guerra en un campo de concentración italiano; de partisano, a escritor. Y por el camino, otra vez prisionero hasta que fue liberado en 1955. Toda una educación sentimental fue larvada al calor de los fusiles, de los bosques de la antigua Yugoslavia y del rápido aprendizaje para sobrevivir en un escenario de miserias y bajezas humanas.

Minué para guitarra (en veinticinco disparos) podría ser la crónica de ese aprendizaje y de cómo, pese a la desesperación, cualquiera hacía lo posible por arrancar un poco de vida de ese territorio surcado de angustia. Pero lo justo sería decir que lo de Zupan fue un informe de guerra; casi, una reflexión filosófica que podría haber escrito cualquier alma rusa atormentada por la sangre y el ruido de los fusiles, las carencias y la falta de piedad o compasión. Así, Zupan combina dos tiempos en su obra: de un lado, el retrato crudo de la campaña bélica que, en lo más terrible de la 2GM, sigue a un grupo de partisanos desde la frontera con Italia hasta ese territorio inhóspito en el que aguardan la llegada del ejército alemán; del otro, el paisaje balear de la década de los 70, en el que Zupan conversa con un turista alemán, antiguo soldado, en un intento por conciliar esa memoria hecha pedazos por años de locura y muerte.

A nadie pasará desapercibido el estilo y la escritura de Zupan, capaces de aunar lo torrencial con lo preciso, el rodeo con el camino más corto para tramar una reflexión moral sobre la guerra. Lejos de resultar imperfecto, lo que parece es que su autor nos obligue a remontar las aguas de su memoria sin, para ello, separar lo importante de lo insignificante. A buen seguro, por esa sensación de que la Guerra convertía hasta lo más ínfimo en un asunto valioso; en algo que, es posible, podría no volver a repetirse. De ahí la abundancia de personajes, de escenas que se alargan en las páginas, de párrafos que se entretienen intentando rematar esa sensación que Zupan no acaba de saber cómo definir. Invitándonos a sentir todo aquello que flotaba en el ambiente, que no solo hacía mella en las fuerzas de los soldados, sino también en sus espíritus. Porque, sin duda, calaba demasiado hondo. Resultaba demasiado humano.

En Minué para guitarra (en veinticinco disparos) se mata y se muere, hay lugar para la rapiña y para el sálvese quien pueda, y pocos son los personajes, acaso Anton, que superan la prueba del algodón a la que los somete Zupan. Que, en pocas palabras, consiste en sacar a la luz su relieve humano, su existencia moral más allá de las penosas condiciones en las que se encuentran. Más allá de caprichos, intereses o mujeres de ida y vuelta que construyen la sensación artificial de que se puede resistir la embestida de la Guerra. De ahí la violencia, la intensidad, que imprime el escritor esloveno a su relato de las largas marchas campo a través, los rostros que se pierden en la niebla de una emboscada nocturna o las cicatrices que, décadas más tarde, arrastra el corazón del que ha sobrevivido a una masacre de esas dimensiones. Cuando se pregunta de qué manera se puede compartir una experiencia como aquella, qué lugar queda para la moral en una época que se vio forzada a dejarla de lado para poder tragar con lo que se le venía encima.

Zupan habla de amores fugaces, de errores, de vidas truncadas y lecciones morales aprendidas a golpes, pero todos ellos son, acaso, pequeños aspectos del paisaje que no deben emborronar la dimensión humana con la que lo narra. La impresión de que, tanto tiempo después, la Guerra sigue estando ahí. En su conversación con Bitter, el turista alemán. En sus reflexiones sobre Napoleón y Hitler, y su ansia expansionista en el tablero de la vieja Europa. En el titismo que agonizaba en Yugoslavia y en la sombra de aquel otro Emperador de Oriente, Stalin, que apretaba la soga al cuello de la mitad del continente. De ahí que uno termine Minué para guitarra (en veinticinco disparos) exhausto, sacudido por el memorial de agresiones contra la condición humana. Por ese curso acelerado de pragmatismo acelerado que convirtió los años de lucha fratricida en una gigantesca comedia humana. Esa misma en la que Vitomil Zupan vertió sus recuerdos para explicarnos cómo, a pesar de todo, la vida se abrió camino.


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