Humor negro (La Fuga) | por Óscar Brox
Hemos perdido la risa de calidad. Así, sin interrogantes ni exclamaciones (que tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza, todo tiene arreglo). Pura constatación de una circunstancia. Esa misma que aflora cuando nos rendimos al ingenio de un Perelman o un Lardner (cuyos cuentos antideportivos son una puñetera maravilla), a la recuperación del Azcona de la época de La Codorniz o, qué sé yo, a los libros de Marx. A esa risa caníbal con la que se nos atragantan las páginas, los párrafos y aquellas frases de una agudeza sin parangón. Quizá porque echamos de menos ese humor capaz de hacerle cosquillas a las buenas costumbres, cuando no de darles un auténtico meneo, la antología del Humor negro que publica La Fuga, una de las editoriales que más énfasis ha puesto en la recuperación de autores y textos de humor inéditos u olvidados, se antoja un buen termómetro para medir la temperatura del humor actual. De la risa y las malas ideas, de las transgresiones morales y la necesidad de meter el dedo en el ojo.
Como señala Adrià Pujol en la presentación del libro, el humor negro sintoniza con unas cuantas cosas. Es el arma de los desposeídos, quizá porque es el que se ríe con más ganas del fatum y sus putadas. Y es tan viejo como nuestro continente, porque ha surcado la literatura europea desde hace unos cuantos siglos. Pero la cuestión es que, más allá de las taxonomías de André Breton, que veía surrealismo por todas partes y hacía lo posible para arrimar el ascua a su sardina, se echaba de menos un volumen que reflexionase sobre el humor negro hoy. Aquí. En un país, estado o lo que sea con tantos problemas para reírse. O, mejor aún, en el que el humor te puede llevar a la cárcel, al secuestro editorial o a la puta calle. O, peor aún, a discusiones en redes sociales.
Humor negro es, como toda colección de relatos, una antología forzosamente irregular, supeditada a las querencias de cada lector. Como quien esto escribe es más amigo de lo grueso que de lo fino, se reconoce mejor en los relatos de Manuel Manzano (El club de los tullidos) o Andrés Ehrenhaus (Que no lo sepa nadie); en el humor grotesco y bilioso, capaz de carcajearse de las disfunciones y construir unos personajes que pierden piezas, como un mecano, a medida que avanza la historia. En el humor absurdo, el de un chiste a las puertas del fin del mundo, dos negros, una gallina y el Papa, y un meteorito a punto de estamparse contra la tierra. En el humor que incordia, que patea las buenas costumbres y es capaz de escupirle la dentadura postiza, como en el relato de Mercedes Abad Nunca pierdas la sonrisa. En el humor de los perdedores, de los parias y marginados, salpicados por la penuria constante, para la que no encuentran otro refugio que encogerse de hombros mientras cae el chaparrón.
En Humor negro hay no pocas transgresiones morales; la más llamativa, por lúbrica, la de acostarse con la madre, que Carlos Zanón convierte en una miniatura tragicómica y negra de aires castizos. La más obvia, la de una ludopatía que mina cualquier intento por atemperar la moral, llevando a los protagonistas de ¿Qué te juegas?, de Matías Néspolo, a caminar por el filo de la navaja en busca de esa partida de Blackjack que los saque de pobres. Pero también hay otro tipo de transgresión, esta más relacionada con los lugares comunes del género, que autores como Rubén Martín Giráldez o Juan Francisco Ferré exploran desde sus respectivos estilos. Haciendo del humor negro una cuestión de lenguaje, ritmo y endiablado enroscamiento de palabras. Música enloquecida que, casi, produce más sensaciones al lector que la propia trama en sí misma.
Aunque Andrés Ehrenhaus la haya patentado, es muy probable que no exista una fórmula para destilar el humor negro. Si acaso, la de tomar la tragedia como un banco de pruebas para la risa. La falta de complejos, la ausencia de constricciones morales, de censura y poscensura. Porque, al final, lo que define al humor negro es su capacidad para hacer tambalear el lugar de las buenas costumbres, para producir un terremoto sobre lo convencional y activar el seso. Para, en definitiva, invitarnos a ser un poco más inteligentes y ampliar la frontera con lo que entendemos por políticamente correcto. De ahí que, te guste más el humor fino o el grueso, los chistes de tullidos o los de dos negros, una gallina y el Papa en un avión a punto de estrellarse, lo que consigue una antología como Humor negro es poner en valor la necesidad de incordiar, de hacerle cosquillas a la normalidad y reírse, con ganas, de ese lado oscuro que todos tenemos. Abrazar la transgresión para expulsar un poco de ese residuo conservador, altivo y bobalicón que almacenamos en alguna parte de nuestro interior. Reírse de todo, empezando por uno mismo, cultivando un poco de esa inteligencia que, hoy más que nunca, se ha convertido en el enemigo número uno de las instituciones.
Vivimos en un país, no en un estado hasta que se demuestre lo contrario. Que yo sepa en este país llamado España nadie va a la carcel por aplicar el humor sino por violar o incumplir la ley. No soy muy alta pero sí altiva y bastante conservadora por lo que parece que la lectura me puede ir bien. Tal vez se lo regale a mi esposo que disfruta con el humor negro que a mi no me hace ni pizca de gracia.
Definitivamente, nos ha gustado más su comentario que nuestro texto.
Regálele/se alguno de Perelman, de Lardner (padre o hijo) o de aquella dichosa primera mitad de Siglo XX, que seguro que serán mejor aprovechados que esta antología. Ya habrá oportunidad en otra visita a la librería 😉
Estupendo. Lo haré. Le regalaré ambos. Muchas gracias por la recomendación. Si es que yo, a pesar de ser altiva, reconozco que es fallo mío que no me guste el humor negro por eso estoy por aquí a ver si le pongo remedio. Buenos autores. Felicidades por la publicación ! S.