La paciencia de los árboles, de María Sotomayor (La Bella Varsovia) | por Francisca Pageo
Reeditado de nuevo por La Bella Varsovia, con un epílogo de Luna Miguel y nuevos poemas de María Sotomayor, La paciencia de los árboles se consolida como uno de esos libros imprescindibles dentro de la poesía española. Si ya María aborda un mundo interior lleno de sensibilidad, de amor por lo ínfimo, la belleza y lo natural, La paciencia de los árboles se convierte en el centro de aquello a lo que María vuelve una y otra vez: lo perdido pero a la vez encontrado, lo que se esfumó pero que a la vez volvió.
Como dice la dramaturga Paloma Pedrero, hay que convertir el dolor en belleza y pareciera que María lo consigue. Ella aborda el Alzheimer que su abuela padeció. Aborda lo que su madre y ella cuidaron. Aborda lo que, en su extremo y radicalidad, significa el verbo cuidar. Cuidar es amar. Amar lo delicado, lo frágil y lo que es por sí mismo, pero también aquello que a la vez es fuerte y nos hace fuertes.
Es curioso cómo un libro que describe en modo poético, a modo de homenaje a su abuela, lo que es el Alzheimer, aquí se convierte en recuerdo. Un recuerdo que la autora lleva consigo y que por mucho que se esfuerce la vida en ser lo contrario, nunca olvidará. Y nosotros tampoco, pues se halla reflejado, en palabras bellas y metáforas delicadas a las que volveremos una y otra vez.
Los recuerdos son parte de nuestro ser, lo que fuimos, pero también, de algún modo, son lo que hacen que seamos como somos. La poética de Sotomayor se hace así una poética de él, del recuerdo y del ser. La autora ramifica los sentimientos, las emociones, haciendo así un bosque al que alude constantemente. Un bosque que se nos muestra a ratos hojado y a ratos deshojado, pues el dolor se cuela haciendo que las hojas y las flores caigan en nuestro interior, en nuestro fondo, ese en el que no nos atrevemos a entrar por el terrible miedo al sufrimiento que podríamos llevar.
Con La Paciencia de los árboles aprendemos y tomamos en consecuencia el verbo amar. Somos partícipes de lo que María, su abuela y su madre vivieron. Participamos de aquellas historias que Magdalena Buenosvinos perdió pero que, de algún modo etéreo, intangible, la autora lleva consigo. María Sotomayor utiliza lo físico para hablar del fondo. Un fondo abismal al que sólo nos atrevemos a mirar con ella de la mano. A mirar acompañándola. A mirar con detalle lo que la amplitud del recuerdo de la vida, de los detalles que vemos y tocamos, nos dejan a su paso.
Leer La paciencia de los árboles es leer lo profundamente humano. Es leer lo que nos hace sentir y emocionarnos. Es leer la vida que fue, la que es y la que será. Hacer de una enfermedad lo que María Sotomayor ha hecho aquí es traspasar el umbral de la trascendencia humana. Ha sabido poner en palabras lo que conocemos como aprendizaje de una manera sutil y profunda, pero a la vez bellísima y humilde.
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Es cierto que la soledad es siempre
lo que sujetamos en el último recuerdo.
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Que el árbol tiene nombre de árbol
piernecitas frías
y la muerte por delante es una increíble
paciencia antigua
en nuestro sentir de árboles míos
míos no.
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Un árbol
es el viento que me mueve.
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