Teatro 2010-2015, de Alberto Conejero (Antígona) | por Juan Jiménez García
No he visto ninguno montaje teatral de la obra de Alberto Conejero. Ni tan siquiera La piedra oscura, que en cierto modo fue su confirmación como un dramaturgo a tener en cuenta. Ni tan siquiera es un decir, dado que es la única que podría haber visto. Vidas periféricas. La mía, al menos. Cristo se paró en Eboli y tantas cosas en esta ciudad. En todo caso, la edición por Antígona de su obra teatral de cinco años era una buena ocasión para escapar de toda esta fatalidad. Y la oportunidad de acercarse, desde ese grado cero, a una obra en construcción. Una obra que tiene mucho de apasionante y aún más de promesa de futuro.
En Cliff (Acantilado) está todo en su propio nombre. Su protagonista, Montgomery Clift, la soledad de esa palabra, el abismo. Es el monólogo (pero podrían haber estado cien personas sobre el escenario: hubiera sido lo mismo) de un hombre solo entre demasiada gente. De un hombre que parece tenerlo todo pero no tiene nada. Y menos que nada, a los demás. Basado en la vida, muerte e intento de resurrección del actor Montgomery Clift, su vida acaba por ser una quimera tan inalcanzable como su voluntad de montar La gaviota chejoviana. Tras una fiesta, tras una fiesta más, Clift se lanza hacia el abismo con su coche, un abismo con forma de árbol. Rescatado por su amiga Elisabeth Taylor piensa que todo puede ser distinto, que esta vez será la buena. Se puede reconstruir el cuerpo, mal que bien, pero no un cierto estado de ánimo. No será tan sencillo abandonar la oscuridad de la existencia. Alberto Conejero construye la obra como un monólogo que es una evocación de fantasmas, como si Clift, atraído por la muerte como un insecto por la luz, los fuera llamando, bien como escusa, bien como salvación. Primero él, luego los demás. Madre, amiga, sombras, amantes. Como el Treplev al que quiere encarnar, necesita el reconocimiento de los demás para ser. O aquella muerte en la que falló.
La piedra oscura es, también, una obra sobre la muerte. Y sobre la derrota. Pero no de un hombre. No solo. Sobre la muerte de un país. Federico García Lorca está por todas partes. No solo como un personaje presente de algún modo, sino como el anuncio de una catástrofe. No se trata de una España de vencedores y vencidos, de verdugos y condenados a muerte, sino de derrotados, tanto los que creen estar en el lado afortunado de la historia (porque sobrevivirán) como los que no. Conejero se inspira en Rafael Rodríguez Rapón, que fue secretario del Teatro Universitario La Barraca, aquel de Lorca. Entre la investigación histórica y familiar, se entrega a la ficción, y entre medias queda la poesía del final de lo que pudo ser y no fue esa España nueva, ahora vieja esperanza. En esa celda improvisada, en Rapón y su jovencísimo carcelero, en el mar que se puede sentir, pero no tocar, se dibuja el drama del día hacia la noche. Una noche de años, interminable. No hay héroes. Todos quieren vivir. Ser. Y frente a esa necesidad imposible de mantener, al menos la esperanza de que algo quedará. De uno, del teatro, de Lorca, de un tiempo. Y una frase que pretende ser final pero que se convierte en duda: Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?
Leyendo Todas las noche de un día no dejé de pensar en Marguerite Duras. Era como una presencia inquietante. Inquietante porque la podía sentir entre las paredes de ese invernadero en el que transcurre la relación de Samuel y Silvia, sus protagonistas. Una presencia que, por lo demás, no está en sus obras anteriores. Obra sobre la ausencia, pero también sobre la persistencia. Tocada por algo que sí, que atraviesa a Duras como a Conejero: la enfermedad de la muerte. Porque en todas las obras que aquí se recogen estamos en los momentos finales de una enfermedad, la muerte, largamente incubada por sus protagonistas. Como una consecuencia lógica, más que como un destino. Como la única manera de acabar aquello que empezó. Por ellos mismos o por los demás. En Todas las noches un día está otro de los grandes temas del dramaturgo: la espera. Una espera que aquí se multiplica, como devueltas por un invernadero en el que las paredes fueran espejos. Samuel y Silvia se sueñan despiertos, en una realidad que les esquiva. En la impotencia de los días, los meses, los años. Los días y las noches. Los dos huyen de algo, con ese invernadero como refugio.
En Ushuaia el refugio está en el fin del mundo. A uno le gustaría creer en la leyenda de aquella ciudad: fin del mundo, principio de todo, pero no, tampoco Alberto Conejero lo cree, dramaturgo de finales. En aquel lugar terminal, Tierra del fuego, consume sus días Mateo. Es fácil decir que solo quedan las cenizas de algo que fue una vida. También que es alemán, y un alemán que llegó hasta allá, que vivió la guerra y muerte, solo puede tener un secreto. Nina busca trabajo. Cualquier cosa. Y acercarse hacia esa casa apartada, ayudar a ese medio ciego arisco e insoportable, no le parece mal. Es más, le parece perfecto. Desde el momento que también ella llegó allá, también debe de tener sus secretos. El silencio les conviene. Pero el pasado no puede quedarse encerrado ahí, en la conveniencia. Mateo-Matthaüs conoció a Rosa. Rosa, la judía. Todo parece sencillo. Como comenzar de nuevo. Pero nada lo es. Tampoco eso. Se trazan líneas, las líneas se cruzan. También aquellas que no debían cruzarse. Participan en una ceremonia de la confusión, llena de rituales, de ofrecimientos. De negación. El fin del mundo debe estar próximo a la nada. Pero la nada, como el fin del mundo, no es un lugar, un espacio al que llegar fácil. Nina dice que siempre se espera a alguien. Y tal vez sea una de las pocas certezas.
Cierra una pieza corta, La melancolía de las jirafas, obra post apocalíptica para cuatro personajes y un leopardo, no necesariamente presente. Un día ya no queda nada, más que las personas y no todas. Entre las cosas que no quedan están los principios. Entre las que quedan, el hambre. Pero incluso con esto, hay alguien. David, vigilante del zoológico, protege a un leopardo, el único, el último. No el último leopardo: el último de los animales. También el último fragmento de sus convicciones, lo que queda de su trabajo. Su misión, dice. Pero un leopardo se come. Y también él. También él come. Hay que alimentarlo y evitar que sirva de alimento. Ese frágil equilibrio no puede durar mucho, pero David se ha empeñado en mantenerlo. Tal vez porque es su propio equilibrio el que está en juego.
Atravesados esos cinco años que van del 2010 al 2015, queda la sensación de estar asistiendo a la construcción, meditada, reposada de una obra. Una obra que solo acaba de empezar, pero que ya tiene los mimbres de aquello que se construye sobre palabras y convicciones. Sí, pienso que son obras sobre finales. Que ese final, a menudo es la muerte, entendida como una enfermedad lenta, también contagiosa. Que los recuerdos son ese placebo que no cura pero alivia. Que se necesitan como una manera de respirar lo irrespirable. No es fácil vivir, pero tampoco morir.
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