La llum del món, una producción de Crit (Teatre Rialto, Valencia. 13 de junio de 2018)  | por Óscar Brox

Es probable que cuando nos preguntan por la función del teatro, la primera respuesta que nos venga a la cabeza sea la de crear ideas. Colocarlas sobre el escenario e invitar al espectador a que trabaje su curiosidad. Más aún cuando, en la actualidad, el teatro se hibrida con otras disciplinas visuales, incorporando cada vez más el apoyo de la tecnología a la dramaturgia, la fluidez cinematográfica a la composición de escena. Por eso, uno siente algo especial cuando regresa a una idea de teatro en la que todo resulta transparente sin necesidad de añadidos: basta con la inventiva para dotar de capas a una puesta en escena sencilla, la técnica para exprimir cada recurso físico, cada registro dramático, del reparto, y la inteligencia a la hora de tomar un texto clásico, más o menos monolítico, para leerlo desde una perspectiva contemporánea.

La llum del món, el último trabajo de Crit, ejemplifica las últimas líneas del anterior párrafo. Una obra en apariencia sencilla que, sin embargo, a cada rato nos regala algo inolvidable. Pero empecemos por el principio: cuatro personajes, cuatro rasgos de nosotros mismos (el olvido, la memoria, la voluntad y el entendimiento), ponen en escena un pequeño desfile de algunos de los pasajes de los libros de la Biblia. A priori, una manera de probar la resistencia, o la vitalidad, de una ficción, metáfora o alegoría en la que se ha fundado una parte sustancial de nuestra cultura. Y desde ese primer instante, uno se deja llevar por tono lúdico con el que se suceden las escenas, en las que la imaginación escénica nos remonta a tradiciones cada vez más olvidadas: los registros de clown, el enredo, la comedia física, el trabajo vocal (qué curioso que siempre parezca que vemos a los mismos personajes y qué destreza la de los actores para añadir nuevos matices en cada episodio). En suma, esa idea más artesana del teatro que, paradójicamente, se acaba revelando más innovadora, por fresca y eficaz, que los últimos juegos con la tecnología.

A todo ello contribuye el inteligente juego con la música, que tan pronto ofrece una versión de Simon and Garfunkel como una descacharrante presentación de los Reyes Magos (sin duda, uno de los puntos álgidos de la obra), el grado de compenetración total del reparto y la gracia con la que construyen las imágenes: las de esa Eva tentada por el saber y la luz del mundo, con la serpiente enroscada en su curiosidad; o la de un Moisés extraviado en sus creencias, cuyas desgracias sentimos a través de los acólitos que siguen su larga marcha por el desierto. Porque, ante todo, La llum del món trata de hallar el tono, el color, para las emociones que la Biblia describe con violencia, con ese aire de escarmiento moral que tienen las lecciones. Y que Crit transforma en el arte de la ficción, en la necesidad de retorcer sus posibilidades, de jugar con ella, para invitarnos a evaluar la vigencia, cuando no la viveza, de ese texto que recorre nuestra Historia sin que sepamos muy bien hasta qué punto nos afecta.

Del Génesis al Nuevo Testamento, de las ofrendas de los Reyes a la ira de Herodes, y así hasta el Apocalipsis. Crit combina lo físico -el extraordinario pasaje que muestra cómo trasladar con los cuerpos de los actores como único apoyo el diluvio universal a las puertas del Arca de Noé- con lo metafísico -ese Apocalipsis en el que destaca, sobre todo y todos, la interpretación de Anna Marí. El gusto por el lenguaje, como en el desternillante diálogo a tres de los Reyes, con la moraleja que no pesa en la conciencia de nadie. La gracia, el chiste o la comedia elaborada, con las ganas de invitar a pensar. Tal vez me equivoque, pero da gusto cuando uno tiene la sensación, en mitad de una obra, de que parece conocer a los personajes, incluso a los actores, de toda la vida. Como si hoy tocase hablar de la Biblia y mañana de Homero, pasado de Cervantes y la semana que viene de Brecht. Y me da la sensación, una vez más, de que Crit podría hacerlo y sus montajes conservarían la misma frescura exhibida en La llum del món. La suave ironía con la que José Montesinos interpreta a sus personajes, el encantador cascarrabias al que incorpora Panchi Vivó, la bonhomía con la que Daniel Tormo dibuja a cada uno de los retratados -incluso a ese Herodes miserable atrapado en sus debilidades humanas- o el rostro luminoso de una Anna Marí que parece conducirnos a través de su mirada.

Pero la cuestión es que La llum del món funciona porque sabe cómo accionar los engranajes de la ficción, huir de la siempre resbaladiza gracieta posmoderna y enseñarnos a actualizar el lenguaje del teatro de siempre sin por ello perder sus aciertos. ¿Se puede hablar mejor de las emociones, de las fragilidades humanas, de nuestra identidad y anhelos? ¿Se puede plantear que en tiempos de crisis de ideas siempre tenemos la tarea de recuperar la ficción? Si a propósito de las obras de Alfredo Sanzol nunca dejamos de alabar su olfato a la hora de maridar lo bueno de la comedia isabelina con el carácter de la commedia dell’arte, es justo decir algo parecido de lo que ha conseguido Crit: hacer de lo tradicional un lenguaje contemporáneo. Aportar la dosis justa de frescura a una escena necesitada de preguntas. De retos y desafíos. De tomar las riendas de la ficción para ofrecernos un retrato de nosotros mismos. De la oscuridad a la luz. Del escenario al mundo.

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