Pippi Calzaslargas, de Astrid Lindgren (Blackie Books) Traducción de Blanca Ríos y Eulalia Boada | por Almudena Muñoz
Pippi es incorregible, malcarada, parlanchina, mentirosa, desordenada, caótica, estrafalaria, antihigiénica, temeraria, manirrota y tirando a analfabeta. Y, sin embargo, Pippi tiene el corazón más noble y los apellidos más largos que los miembros de la realeza. Es el ejemplo de niña indeseada en los salones de té, a la salida de la iglesia y en oficinas de censura como, ¡oh sí!, la española. Es el tipo de niña que más necesitamos ahora.
Lo que suena a lema de marketing es una deducción que rima con nuestra actualidad, no sólo por la reivindicación feminista y el amor por el medio ambiente que empapan las historias de Astrid Lindgren, sino por su locura sana. En un panorama desquiciado, dirigido por los monstruos de la razón y el sentido común, recuperar modelos que cuestionan el orden y la autoridad de forma divertida y elegante es, a día de hoy, lo que el slapstick fue para los deprimentes años veinte.
Pippi Calzaslargas no necesita introducción para los mayores, que en algún momento se habrán cruzado con ella bien en libro, bien en varias películas o reposiciones de serie televisiva. Pero es pertinente presentarla a los pequeños, para lo que Blackie Books ha pintado su reedición de todas las aventuras de Pippi como lo hubiese hecho ella misma: alternando colores que para el buen gusto no casan, el violeta intenso con el pelirrojo y el amarillo chillón. Los libros también necesitan hacerse divertidos por fuera, sobresalir del estante como la casita de Villa Mangaporhombro en un pueblecito sueco, con su atmósfera de domingo a lo Jacques Tati.
Las heroínas infantiles que han resistido los empujones de la ‘literatura seria’ y que continúan sumándose hoy en día, de Anne Shirley y Mary Lennox a Lyra Belacqua, han sido siempre ejemplos de niñas peleonas contra sus feas circunstancias. Amenazas muy vívidas para los pequeños lectores: quedarse huérfano, llegar a manos de familiares estrictos y terribles, acabar en la indigencia o no encontrar amigos en la escuela. La diferencia de Pippi Calzaslargas es que durante sus peripecias no ocurre nada realmente terrible (aunque así se lo parezca a veces a los muy finos Annika y Tommy), pero ella misma consigue que las cosas den vueltas y el inconveniente que antes no existía sirva para una nueva victoria. Para celebrar de nuevo estar vivos, hincharse a chocolate, tener un buen desayuno y disfrutar de la calma del hogar.
Porque Pippi es, ante todo, una defensa de construirse la casa (la mental y, por qué no, también la de verdad) a pedir de boca. Con el horno siempre lleno de dulces, los platos sucios en el granero, un caballo en el porche y un mono en su camita. Su anárquico estilo de vida, que incluye ir a la escuela cuando se le antoja, celebrar Nochebuena en enero y desaparecer durante seis meses en el Pacífico (en el segmento que tiene las notas más desfasadas de todas las historias, por el modo en que se presenta a los nativos), es una escapatoria literaria y el azote a la libertad que no nos atrevemos a tener. Y los lectores niños y grandes suspirarán eso tan triste, «De mayor, quiero ser Pippi».
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