Glosas, de Karl Kraus (Ediciones del Subsuelo) Traducción de Adan Kovacsics | por Juan Jiménez García
Karl Kraus y su aventura periodística de Die Fackel (La antorcha), el trabajo, literalmente, de toda una vida, debe considerarse uno de los momentos esenciales de la literatura centroeuropea. Ya no solo en sí misma, como obra, sino como síntoma. Y ni tan siquiera de aquella Viena fin de siglo, principio de siglo, final de los tiempos, sino como algo extrañamente (diría inquietantemente) presente. Kraus empezó a publicar Die Fackel en 1899, cuando solo tenía veinticinco años (que extraño se nos hace, ahora, esa edad como comienzo de algo) y solo acabó con su muerte. Tuvo el buen gusto y la prudencia de morir en 1936. Desde 1911, escribió solo la revista, que aparecía semanalmente. Veinticinco años de lucha. Por las palabras. En aquellos últimos días de la humanidad.
Klaus, como Nanni Moretti, pensaba que las palabras eran importantes. Y, cómo él, lo gritó, con una feroz violencia, disfrazada de sátira. En sus glosas, una de las secciones de la revista, se dedicaba a fustigar a propios y extraños (Kraus, entendemos, fue un hombre de odios eternos y amores igualmente eternos). En especial, la prensa, que en aquel entonces en Austria como en Alemania, era infinita, llena de matices (tantos como los cientos de periódicos que se publicaban). Una prensa entregada a las mismas devociones que ahora (el poder, desde el servilismo más entregado, a la confrontación más directa). Si la prensa se había convertido en ese medio para entrega la verdad (obviamente nadie, ni antes ni ahora, reivindica el poder de la mentira, de la media verdad, de la manipulación), Kraus veía que esa realidad era frágil, tan frágil como las palabras. Y que precisamente en esos tiempo en los que había que tener especial cuidado, porque las palabras, como es bien sabido, las carga el diablo.
La búsqueda de un sentido entre todos esos sinsentidos, desde una brutal ferocidad sarcástica, fue el reto de Kraus enfrentando al ostracismo de los otros. Él, capaz de concentrar multitudes que hoy nos parecen completamente inauditas, para oírle hablar en sus charlas y conferencias, se entregaba en esa lucha en ese mundo de ayer de Zweig. La guerra, la Primera, estaba primero en el aire y luego, ahí, presente. Los intereses creados, las expectativas traicionadas. Entre una cosa y otra, en ese principio de siglo envenenado, emponzoñado por tantos constructores de la destrucción, el Imperio Austro-Húngaro se desmorona, y con él un montón de inciertas certezas. No hay que buscar las causas en los historiadores, siempre tan cortesanos, palaciegos, sino más bien en el hombre de la calle. En esos periodistas que arrojaban una visión inédita, entre amarga y divertida, del mundo que les rodeaba. Escritores todos ellos. Egon Erwin Kisch, Joseph Roth, Kurt Tucholsky, el propio Karl Kraus, etcétera (un largo, muy largo, etcétera). Instalados ahí, en la jungla de las ciudades y en esos bosques de palabras, el material con el que luchaban, desesperadamente, en tantos cosas, contra la realidad de los días.
Qué necesarios nos serían hoy en día. Y qué perdidos estarían en este mundo que ya no pertenece a esas palabras, sino a la palabrería. Cuánto de las Glosas de Klaus subyace en el mundo que nos rodea. Ese uso grosero, manipulador del lenguaje, para alcanzar cualquier objetivo. Las palabras son aquellas flores que empezaron a marchitarse al principio de aquel siglo y que yacen muertas en nuestro tiempo, en viejos jarrones, sin nadie que las defienda con la convicción de ese Karl Kraus cuya virulencia podría compararse con la de su compatriota Thomas Bernhard. La misma rabia y quién sabe si la misma impotencia. Los mismos molinos, las mismas ganas de derribarlos a patadas. La convicción de un hombre solo. La multiplicidad de hombres solos. La voluntad de combatir por el presente. Porque es en ese presente en el que se instalan los combates por el futuro.
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