Furtivos, de Tom Franklin (Dirty Works) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox
No por casualidad, Furtivos comienza con una presentación de su autor que, en sí misma, podría funcionar como otro relato más dentro de la antología. En él, Tom Franklin narra su regreso a casa y una parte de sus memorias -sobre todo, en relación a la caza furtiva- que todavía le acompaña. Y uno tiene la sensación de que ese paseo por Alabama es, fundamentalmente, una manera de sumergirnos poco a poco en las aguas heladas de un territorio humano devastado. En el que la belleza de los arces y las glicinias, la presencia del kudzu y las aguas pantanosas, delimita no solo un lugar sino también un espacio mental. El de hombres y mujeres que se rigen por los códigos de una ley natural, por la familia y los vínculos de sangre, por mucho que el mundo avance en otras direcciones. Que forman parte de un ritual y de unas tradiciones que sobreviven pese a todo. En parte, a buen seguro, porque representan el último amarre con un mundo, un pasado y una memoria de los que cada vez es más difícil vivir.
Franklin combina los relatos cortos, prácticamente de una escena o situación, con aquellos un poco más extensos que permiten comprobar su nervio literario. Su afán descriptivo, tan meticuloso que no cabe duda de que Alabama es, siempre, la protagonista principal de sus historias. El único marco posible en el que esos personajes pueden existir. Por mucho que sea a base de golpes y decepciones, de familias desestructuradas y violencia. Porque nadie parece capacitado para escapar de su destino y todos han contraído una deuda que no pueden saldar. Como ese jefe de una explotación de grava que colecciona tantas deudas de juego y problemas con la bebida como matrimonios fallidos. Franklin no deja -más bien, no cede- espacio al cambio. Al contrario, pues somete a un brutal proceso de descomposición a su personaje hasta colocarlo en un callejón sin salida. Prisionero de sí mismo, pero también de una violencia que no puede controlar.
De hecho, en el mejor relato de la colección, Furtivos, Franklin lleva a cabo una suerte de reflexión sobre la violencia inherente a ese paisaje de infancia. Completamente blindada al cambio o al progreso, a la evolución de las costumbres y de la vida misma. Ritualizada, en definitiva, por todas aquellas tradiciones que se han pasado de padres a hijos. Y sobre las que el propio Franklin medita en la presentación del libro, a propósito de su adolescencia como cazador y la combinación de emociones que vivía armado con su rifle, el reclamo y protegido por el denso follaje del bosque. Tradiciones, en definitiva, que describen la historia de una vida salvaje, sin más ley que el poder de un hombre sobre otro y la fuerza del núcleo familiar como elemento de cohesión.
En Furtivos encontramos un rosario de perdedores y balas perdidas, de personajes camino de tomar la peor decisión posible y ancianos que han aprendido a poner un poco de distancia con respecto al mundo que los vio crecer. En sus relatos, Franklin se las apaña para encontrar, desde el lenguaje más cercano, pero no por ello poco elaborado, los ecos de una civilización casi perdida. La misma que, aventuramos, vive en territorios tan duros como las Ozark que describe en sus novelas Daniel Woodrell. Y que en Furtivos compone imágenes de una poesía telúrica como la de esos tres hermanos, desnudos y desamparados, ante las tumbas de su madre y hermana, al amparo de un padre que los criará como animales salvajes. Amos de una tierra de sangre y barro, en la que no existe Dios ni Ley. De un Sur que, desde luego, es un microcosmos en sí mismo. Un espacio mental, más que un territorio, que la prosa de Franklin nos obliga a recorrer con el pulso de un cazador al acecho de su presa.
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