Seguramente no sea cierto que las personas que leen Las mil y una noches al completo tienen una muerte prematura y desagradable. De lo que no cabe duda es que si tres mil mujeres tuvieron que morir antes de que Scheherezade encontrase la ocasión de contar historias al sultán Shahriar, otra cifra pasmosa las ha seguido para mantener la presencia femenina en la literatura.
Pero, ¿dónde ha tenido más poder la mujer en este ámbito y cuál debería reclamar con reglas nuevas? ¿El de personaje o el de narradora? En La enciclopedia de la Tierra Temprana (2013), Isabel Greenberg se planteaba las costumbres de la especie humana, junto a los avances sociales e históricos habituales, como si fuesen un estudio fantástico en un planeta irreal, con dioses distintos. Lo que apenas variaba en aquella tierra era la regencia de las pasiones (que suelen tener poco de romántico, o desembocar en escenarios nada ideales) y la desigualdad entre hombres y mujeres, incluso aunque éstos sean inmortales y vivan sobre las nubes.
Tomándose tres años de trabajo entre aquel volumen con el que debutó y Las cien noches de Hero, la narración de Greenberg ha madurado, desde los retales que conformaban su primera Enciclopedia hasta esta madeja, que refleja cómo Scheherezade toma consciencia de estar contando algo mucho mayor que un cuentecillo más o menos zurcido con el de la noche previa.
Hero es una secundaria (dama de compañía, amante secreta, última hija de una larga cadena humana y cósmica), que toma el riesgo de cargar el protagonismo sobre sus hombros… bajo las reglas del hombre. Para salvar a su enamorada Cherry de una sucia apuesta entre el marido de ésta y un amigote con sobredosis de Otelo, Hero se dedica a imitar a Scheherezade, hilvanando historias durante cien noches, aunque Greenberg sólo ilustra unas pocas.
Esta limitación es llamativa, porque representa la escasa voz de la mujer en la ficción, dentro y fuera de ella. Hero tiene que asumir ambos papeles, salvando a Cherry mientras experimenta el drama y, a la vez, lo construye y lo moldea, a partir de leyendas y mitos oídos de otros y filtrados de abuelas a nietas. Porque si hay una materia prima esencial en Las cien noches de Hero (y en por qué es tan recordada Scheherezade), ésa es la figura de la hermana, metafórica o de sangre. Las miles de voces de las que hoy están hechas muchas narraciones, lanzadas al anonimato entre pilas y pilas de platos sucios y ropa recién lavada, de vez en cuando invitadas a seguir contando sobre el cojín del sultán.
Iluminan todavía, como constelaciones que casi nadie sabe unir ni nombrar en el oscuro firmamento. El estilo de Greenberg mantiene el trazo grueso, de tinta cargada, y la paleta en añiles y marengos sobre los que destaca la esperanza, siempre amarilla, y el odio, siempre encarnado. Ser mujer o hermana no implica ser buena, y en las historias de Hero hay caracteres de todo tipo, reclamando el hueco para existir fuera de lo estándar. Esto conlleva asesinatos, traiciones, roturas que no se pueden deshacer y ejecuciones desde lo alto de una torre, pero también humor autocrítico y guiños al lector contemporáneo.
Se entiende por qué la tierra de Greenberg necesita tres lunas en su órbita. La terrible y milenaria oscuridad que retrata nos es demasiado conocida y vergonzosa: la parodia y el extremismo violento siempre están a un paso el uno del otro. Por suerte, seguirá habiendo hermanas y nuevas voces narradoras trazando figuras en el espacio y extrayendo algo bello de todas nuestras idioteces.
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