El carrer és nostre, de Aída Pallarès y Manuel Pérez (Raig verd) | por Óscar Brox
El año pasado, a propósito de la representación de Domini públic, de Roger Bernat, en Valencia, explicaba cómo el planteamiento de su autor convertía el espacio escénico de Las Naves en un foro, un ágora, lugar de encuentro para que las personas congregadas llevasen a cabo una suerte de encuesta de población activa. Para jugar con las ideas de lo público y lo privado, lo íntimo y lo político, apelando al papel activo de los espectadores en la construcción de la obra. La de Bernat es una de las numerosas propuestas que articulan la historia del teatro (o las artes, mejor dicho) de calle en El carrer és nostre, escrito por Aída Pallarès y Manuel Pérez, con la colaboración de artistas, activistas culturales y teóricos. Un recorrido que arranca en el tardofranquismo para hilvanar, década a década, el relato de unas artes vivas en el espacio público. En calles y plazas, en ciudades y pequeñas poblaciones, convertidas en foros para recalcar ese espíritu crítico, creativo, pensamiento en acción que tanto estorba a aquellos que pretenden el conformismo, la indiferencia, para la masa.
Pallarès y Pérez nos sitúan en el inicio de las arts de carrer, cuando compañías históricas como Comediants o Els Joglars planteaban sus pequeños espectáculos como la vindicación de un espíritu festivo frente a un franquismo que había orillado, cuando no directamente perseguido, cualquier voluntad de libertad. Así, la herencia folclórica, del pasacalle y los gigantes y cabezudos, entre otros motivos, configura esos primeros pasos en busca de una identidad artística que, con el paso de los años, se definirá a la contra de la dictadura. Así hasta cuajar un discurso creativo propio, un microcosmos, que abrirá el camino para que otras compañías, como La Cubana o La fura dels Baus, amplíen y redefinan el concepto de artes de calle. De escena urbana. De, en definitiva, teatro. Agitadores culturales, esas primeras décadas en democracia consolidarán una forma artística que, como reconocerán sus autores, tendrá que adaptarse al signo de los tiempos, abandonando paulatinamente sus raíces folclóricas, su identidad festiva, para introducir nuevas lecturas en su reflexión teatral.
Los 90 y la resaca de las Olimpiadas de Barcelona, los 2000 y el fracaso del Fórum, serán no solo puntos de inflexión para la creación escénica, también combustible para una camada de nuevos creadores. Para muestras consolidadas como las de Sitges y Fira Tàrrega y para discusiones en torno al espacio artístico, entre compañías pegadas al recinto teatral y otras, en cambio, nacidas en el espacio abierto de la calle. Una historia, decía, que con la llegada del Siglo XXI pensará y evolucionará en paralelo a las transformaciones sociales, haciendo de la calle no solo un ágora ciudadana sino, al mismo tiempo, una instancia crítica. No en vano, también el teatro abierto será testigo de la gentrificación, de los movimientos sociales, de las políticas represivas de gobiernos conservadores y de la necesidad de pensarse, de pensarnos, en el marco de una época de cambios en lo íntimo y lo público. Algo que tanto Roger Bernat como Quim Bigas (uno de los autores convocados para dejar por escrito sus reflexiones) pondrán en escena con sus trabajos.
Así, El carrer és nostre aborda, desde una polifonía de voces y actores sociales, la necesidad de reclamar el espacio público. De trabajar, a través de las artes, nuestro arraigo y pertenencia. Y, asimismo, de entender que el valor de uso de la creación artística es, en sí mismo, la posibilidad de trazar un discurso crítico con una esfera política cada vez más desconectada de la ciudadanía. De ahí, pues, que la historia de las arts de carrer sea, en efecto, una historia política. Una historia de tendencias artísticas que habla del mapping tridimensional, del teatro mínimo y de la vindicación colectiva de clásicos como Fuenteovejuna, sin olvidar poner convenientemente en el disparadero el espíritu crítico, activo, del teatro y las artes escénicas. Su aspecto sociológico, que aprovecha el espacio común para retratar las relaciones, dinámicas y culturas (así, en plural) que se ponen en escena a pie de calle. Y que, ya sea a través de la danza, de la relectura de los clásicos, del acervo cultural de nuestras tradiciones, de la rabiosa experimentación formal, habla de ese presente incómodo en el que somos los protagonistas.
El carrer és nostre describe la historia reciente del teatro de calle en Catalunya, pero huelga decir que prácticamente todas sus reflexiones son extrapolables a cualquier contexto geográfico. Bien porque muchas de sus compañías han girado por los diferentes territorios del estado (sin ir más lejos, en Valencia hemos tenido a Bernat, Bigas u Obskené); bien porque la calle es un elemento tan universal, cada vez más vindicado políticamente, que cualquiera puede imaginarse en una concentración reciente pensando qué lugar nos corresponde en la sociedad actual. Porque, al fin y al cabo, Pallarès y Pérez llevan a cabo una cronología del nacimiento del espíritu crítico, de la conciencia cultural, del uso y las transformaciones de las artes escénicas, y de cómo todo ello ha constituido una suerte de respiración artificial para la ciudadanía. En esos momentos en los que la calle, la plaza, la ciudad o el pueblo han recuperado su esencia de espacio público. De instancia crítica. De espíritu activo.
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