Un lugar pagano, de Edna O’Brien (Errata naturae) Traducción de Regina López Muñoz | por Almudena Muñoz

Edna O'Brien | Un lugar pagano

Sí, tú. Lector, voraz o esporádico, ojos que se cruzan esta ventana que se ha abierto por error o por un segundo; en realidad no te gusta leer tanto, o te gustaría leer más y el tiempo te dice no, tú no; o no te gusta leer estas cosas, sí, a ti.

Estamos acostumbrados a que, de vez en cuando, el periodismo con o sin firma nos tutee, mientras nos resulta mucho más incómodo y molesto que haga lo mismo una obra de ficción. Nos gusta la ruptura de la cuarta pared visual, que Spider-Man o la bellísima actriz del año nos mire y nos haga cómplices de un espacio que de pronto se ocupa, de una distancia que deja de existir. Pero sobre papel no. En papel, el espacio entre la voz narradora y el lector es siempre un lugar pagano.

Edna O’Brien tomó una decisión poco habitual al escribir este libro, a caballo entre las memorias de preadolescencia y la invención. La autora te habla, emplea el tú, se refiere a tu madre aunque la imagen que instantáneamente te asoma a la cabeza no es la que debería, y no te gusta imaginártela en la piel de una irlandesa de clase obrera, con cardado años cuarenta y trocitos de masa de pan pegados al vello de los brazos. No, reconócelo, no te gusta.

Aun así, O’Brien persiste en su empeño, quizá porque sabe que no te agrada. Y porque ella misma, traspasando a tus hombros la carga de los recuerdos, puede analizar si tampoco los desea, si se avergüenza de ellos o puede sacar preciosas lecciones de la pobreza, la ignorancia y el abuso.

Tú, entonces, te guste o no, eres una niña de ojos bonitos y mediocre figura, que representa bien su papel en la escuela, pero siente un gran abismo con su hermana, más madura y hermosa, hecha mayor entre pecados de los que tú ni siquiera conoces la teoría. ¿Te revuelves, no aceptas que un cura te meta la mano entre las piernas? Al fin y al cabo, las niñas de la Irlanda rural de 1940 tampoco sabían si les gustaba ese papel que les había caído en desgracia.

No te preocupes (es algo que nunca dice O’Brien), pero yo sí, porque hay margen para el deleite: el de las trifulcas familiares que terminan con el aroma de algo horneado para conciliar la mesa, los trayectos en bicicleta, las casas de campo abandonadas, las galletas rellenas de mermelada, el olor a Irlanda, a gallinas, a oveja mullida, a tapia rota, a whisky y conservas. El futuro de una voz mejor, tal vez en tercera persona, una novela de veras. También sentir que no hay solución de continuidad de una memoria a otra, que todo se cuenta como te lo cuentas a ti mismo. Todas nuestras mentes son impresionistas, y creer en el momento es negar un instante a cualquier dios y volverse pagano.

Cuenta una costumbre irlandesa que los besos sólo están permitidos en la isla esmeralda cuando el tojo está en flor. Por fortuna, este espino florece once meses al año. O’Brien escribe como si siempre estuviese atrapada en ese mes restante, con el cartel prohibido rasgándole el cuello, pero a punto de ver el mes nuevo, las oleadas amarillas del tojo, la promesa de una historia mejor, un nuevo tú. Sí, tú.

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