Detrás del hielo, de Marcos Ordoñez (Libros del asteroide) | por Dara Scully
He visto el mundo desde los ojos de Klara Liboch. He visto Moira: ciudad en llamas, ciudad en ruinas, ciudad que fue de luz y canto en otro tiempo. El tiempo de la juventud. De los muchachos como potros rientes, escandalosos, turbios, de una belleza inaprensible. He visto, en estas páginas, cómo una muchacha crecía. Klara antigua, Klara niña, esa Klara futura en la que se transformó después. Ante mis ojos, con una claridad de día, esa ciudad que pudo ser cualquier ciudad: sus calles, los cafés, el ruido, la quietud serena de los teatros. Cada pequeño detalle, magnificado. Todo lo que luego se perdería. Lo que devoraría la codicia del hombre.
La Klara niña es temerosa. Teme la fealdad, el cuarto sin ventanas, la luz gris del País de los Muertos. El abandono de su madre es una losa que pesa. Una enfermedad subterránea, corrosiva, oculta en apariencia. La misma enfermedad del padre, que esquiva el dolor a su manera, encerrados ambos en la casa pequeña, a la espera. Así alcanza la adolescencia: una muchacha que ansía pertenecer. La cáscara a punto de partirse. ¿Quién es Klara Liboch? ¿En qué clase de mujer va a convertirse? ¿Qué sucederá, en esos años, para que Klara sea Klara y no alguien distinto? El golpe tiene nombre de joya. Su madre, a la que persigue en los sueños, en las calles –separadas apenas por unos barrios, en la otra punta de la ciudad – muere cuando está a punto de alcanzarla. Y esa muerte la llevará a Oskar, el muchacho judío, el fotógrafo, la llave que abrirá su mundo. Quien le entregará a Jan, tiempo después, cuando ambos sean ya inseparables.
Porque esta no es la historia de Klara. Es la sombra de Jan. La ciudad de Oskar. El anhelo de una juventud multiplicada. Tres nombres sonoros, dulces, de una vivacidad hermosa. Oskar, el muchacho paciente. Jan, el querido Jan, el seductor, un animal huidizo que deseamos palpar con un temblor de los dedos. Acariciar su lomo elástico y salvaje. Su vida en los márgenes, entregada a las pasiones, al cine, a todo lo que brilla entre las piedras. Ante Jan, también nosotros, igual que Klara, sufrimos un deslumbramiento. Queremos seguir sus pasos, aprehender sus huellas, recorrer con él una ciudad a punto de quebrarse, en el límite de su belleza. Justo antes del desastre. Del golpe, esta vez fatal, que los arrojará contra el asfalto.
‘Detrás del hielo’ es, en cierto modo, una novela doble. Del lado de la luz habita Klara, sus ojos abiertos a la vida, al arte, a la Academia, al deseo erizado de su cuerpo. Una niña que deja de ser niña, el hambre feroz de quien despierta. Junto a ella, Oskar y Jan, que la alimentan. Llenarán su boca, su carne, sus manos extendidas. Le marcarán un paso que pronto tomará como propio. Pero toda luz tiene su sombra, y al otro lado del espejo, en esta novela doble, acecha la caída. Un cambio político, brutal, que aniquilará Moira hasta la raíz. La cultura, cimiento indestructible, será talada con violencia. Y con ella, tantas vidas, tantos sueños, tantos muchachos que nunca más abrirían sus ojos. Aquella mirada propia de un tiempo y una edad, ese equilibrio frágil de quienes aún conservan la niñez, de quienes abren por primera vez sus alas y no imaginan que alguien segará su vuelo. Porque cómo imaginarlo, si somos jóvenes, si suena Dylan y alguien canta, alguien recita en las calles, y en los teatros la belleza tiembla. Cómo imaginarlo, si nos dijeron que poseeríamos el mundo. Y eso es lo que duele de ‘Detrás del hielo’, ahí, justo ahí reside ese dolor oculto, en que sí podemos imaginarlo, sí podemos creerlo, porque Moira tal vez no exista, pero hubo otras Moiras, y las habrá, y no hay nada más triste en el mundo que un muchacho muerto.
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