Acostarse con la reina y otras delicias, de Roland Topor (Libros del zorro rojo) Ilustraciones de Pat Andrea. Traducción de Juan Gabriel López Guix | por Juan Jiménez García

Roland Topor | Acostarse con la reina y otras delicias

Hace no mucho se cumplieron veinte años sin Roland Topor. En Francia podrían celebrarlo, porque allí, verdaderamente, llevan veinte años sin él. En España llevamos toda una vida (aunque se le haya editado, un poco por todos lados, un poco de cualquier forma). Es otra cosa. Tal vez los tiempos han cambiado y lo que toque celebrar es su llegada a este país, tan alejado de todo. Hay señales, bellas señales de ello. Que Libros del zorro rojo edite, de nuevo (pero en serio), Acostarse con la reina y otras delicias podría ser una de ellas. Con las ilustraciones de Pat Andrea, que lo conoció, y que, de algún modo, ni cercano ni demasiado lejano, comparte el mundo terrible y dislocado de Topor, también ilustrador. Que este país le necesita es tan evidente como abrir los periódicos cualquier día y deleitarse con las persecuciones de ofensas o discusiones prehistóricas sobre los límites de la libertad de expresión. Cualquier relato de este libro le hubiera costado algún año de cárcel. Todo el libro, algo cercano a la cadena perpetua. A nosotros, pobres hombres de límites difusos y aún un más difuso sentido del honor, nos queda la felicidad de leerle.

La obra de Roland Topor se construye sobre una distorsión del mundo. Sus personajes tienen una cierta voluntad de ser normales, pero constantemente en esta normalidad acaban por aparecer grietas dispuestas a derribar los edificios más bien pensados. Hay un momento en el que la lógica se encuentra con la poesía, y ambas con la crueldad. En un accidente de montaña, comerse una pierna helada, que ya no aprovecha a su propietario, es lo más normal del mundo, y que un Papá Noel sodomita descienda por la chimenea, con una cierta preferencia por el padre en vez de por el hijo (muestra de la sensibilidad del escritor, después de todo), no son más que alegres saltos a través del espejo. A veces no será más que una anécdota, que demuestra que los dioses también resbalan en las pieles de plátano, luego tienen sentido del humor, otras serán complejas incursiones en el horror cotidiano, cuando no existían tertulias y redes sociales (qué cosas se perdió nuestro hombre). Siempre el hombre y los hombres y la realidad de un plano que se inclina.

Topor tenía tanto de niño… En el grupo Pánico tenía que estar mucho más cerca de Fernando Arrabal, otro de esos pequeños que encuentran emperadores desnudos, que de la conciencia demasiado elevada de un Jodorowsky. Sus tuits hubieran sido tan distintos… Como niño, sentía la curiosidad por todo, nada le parecía que debía ser tomado muy en serio, y cada cosa es susceptible de ser desmontada y vuelta a montar. Podríamos escandalizarnos terriblemente con sus relatos. Cada uno de ellos no es una inocente patada en la espinilla, sino un golpe bajo a nuestra moral victoriana, que nos hace cuestionarnos hasta donde estamos dispuestos a llegar, qué barbaridades, qué horrores estamos dispuestos a permitir. Nada es sagrado, ni dioses ni humanos. Si alguien quiere poner a prueba sus límites, este es su libro. En el encontrará todos los antídotos contra esa seriedad que nos invade, contra toda esa asquerosidad de lo políticamente correcto (cuántos nombres tiene la hipocresía… y la imbecilidad) y del idioma neutro, con unas palabras que no pueden ni deben ser neutras nunca. Topor el insolente. Nuestro querido Topor, tan necesario, tan imprescindible, a derecha como a izquierda.

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