Hace tiempo que Françoise y yo estamos juntos. Ella pone la música y yo no pongo nada, como suele ser habitual en estas relaciones. No es una cuestión de juventud. Si mal no recuerdo, el primer disco suyo que compré fue su Claire-obscur, que ya es de este siglo y en el que no quedaba gran cosa de aquella muchacha andrógina (como le gusta definirse físicamente), pero sí que tenía un puñado de buenas canciones, aunque no parezca muy satisfecha con su resultado. Eso sí, cantó con Jacques Dutronc, ese personaje oscuro, a la vuelta de todo (o de ninguna cosa) que le marcó la vida. Para ella era suficiente. Para mí un lugar crepuscular por el que comenzar. Luego seguimos ambos. Con su juventud, su fragilidad. Ahora estamos ahí. Ella escribe y yo leo. Ediciones polares publica La desesperación de los simios… y otras bagatelas, que son sus memorias. Y sí, hay mucha desesperación en ellas. Y también bagatelas. Uno no puede ser maravilloso y sublime siempre. Ni tan siquiera la mayor parte del tiempo. Bastante que lo sea a ratos…
Qué buscamos en los libros de memorias… La confirmación de alguna intuición, de algún temor, que nos confirmen maravillas, que espanten nuestros temores con respecto a aquel que cuenta su vida. Anécdotas jugosas, infancias poco prolongadas (las infancias, tristes o no, tienden a parecerse, alojadas en la bruma de los tiempos, pero siempre contadas con el entusiasmo de lo nunca conocido). La aparición de los otros. Revelaciones. En las de Françoise Hardy está todo esto. Padre no reconocido, hermana inestable mentalmente, una madre de personalidad algo complicada. Hardy acaba en el mundo de la canción porque un día eligió como regalo una guitarra. Podía haber sido otra cosa, pero fue eso, y tras eso, tuvo la suerte de que estar en el sitio exacto en el momento oportuno (con una Francia necesitada de chicos y chicas yeyés). Y de tener talento, porque después de todo, esa chica apasionada de la música americana, componía sus propias canciones.
A partir de ahí, se suceden sus discos y la fama, y ella, que se pensaba poca cosa, crea una imagen reconocible. Mientras tanto, como la adolescente que no ha dejado de ser, la jovencita bien joven, busca el amor, y algo encuentra, aunque acaba por darse de morros con otro cantante jovencito y seguramente no tan yeyé: Jacques Dutronc. Dutronc es como la otra cara de la moneda Hardy, aunque el fondo sea un tipo frágil. Un fondo muy al fondo y solo al alcance de miradas comprensivas. Porque después de todo, lo que se ve no invita a reconocerle ninguna dulzura. El caso es que su relación será de una complejidad inaudita y, entre tanto, y casi como un ejercicio de estilo, tienen un hijo.
Entre todo aquello está la música. Y los músicos (también algún escritor o cineasta). Los discos que se suceden, no siempre con la fortuna necesaria. Sus impresiones sobre ellos, sus decepciones, su relación con la prensa, con la televisión, con el público (su decisión de no cantar en directo). Sus limitaciones convertidas en virtud. Ah, y Gainsbourg, que seguramente saldrá en las memorias de cualquier que viviera esos años franceses, inquieto y nada discreto como era. Unas páginas por las que desfilan algunas de las figuras más importantes de la canción francesa de aquellos tiempos o una manera de ver aquellos años tras el telón, de la mano de la discreta, tímida Françoise.
El resto es astrología. Porque sí, Françoise Hardy es astróloga. Lejos de ser ningún capricho, para ella se convierte en algo tan serio que es una de sus principales divulgadoras en Francia, con programas de radio incluidos. Eso nos aporta los necesarios momentos de excentricidad, con esa sensación de vivir con doce gatos. Eso y sus apuntes políticos, que son bien extraños (la victoria del comunista Mitterrrand, sus enredos lepenistas,…). Y su hijo, con esos apuntes de madre (tremendamente) orgullosa. Humana, demasiado humana.
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