Clarissa, de Stefan Zweig (Acantilado) Traducción de Marina Bornas | por Óscar Brox
Probablemente, Stefan Zweig fue uno de los autores que más empeño puso en indagar en los motivos del corazón. En exponer la debilidad de las pasiones humanas y esa maraña emocional que tantas dificultades plantea cuando tratamos de desentrañar los secretos de la vida; ese misterio que envuelve a los demás, a los que amamos o a aquellos que nos esforzamos en amar. Quizá por eso, sus novelas siempre desprenden una cierta delicadeza, una ternura especial, a la hora de hacer frente a las adversidades de sus personajes. Tal vez por compasión, por ese gesto de acompañar en sus penas, y también en la intensidad de sus sentimientos, a unas criaturas que solo disponen de su determinación como brújula para guiar sus pasos por el mundo.
Clarissa, novela inacabada, abarca el despertar a la madurez de una mujer durante la Gran Guerra de Europa. Apenas dos décadas, que Zweig comprime en episodios de formación (esa primera etapa en el internado de Clarissa) y de vida, que recogen con ternura los pensamientos de su protagonista. Y es que el de Clarissa es un tiempo para el deber, tal y como destila la figura de autoridad de un padre consagrado a defender los valores del Imperio austrohúngaro. De un padre que arrastra el lastre de su papel en el ejército, pero al que Zweig describe en su timidez, en sus escasos momentos de intimidad, mientras intenta inculcar un sentido del amor paternal a sus hijos. Un intento, testimonio de su incapacidad, que el autor de Carta de una desconocida tomará como leitmotiv para reflexionar sobre esa primera crisis de Europa que estalló en 1914.
En la novela, Zweig contrasta sus impresiones de la guerra, que Clarissa vivirá desde un hospital de campaña atendiendo a los heridos, con las del devenir del continente. No solo en la inmensa herida que acusó la caída del Imperio austrohúngaro, sino en la sólida identificación que lleva a cabo del esqueleto de ese imperio como retrato del esqueleto de la familia ideal. No en vano, son muchos los elementos que aparecen dispersados en la novela a este propósito: ese episodio infantil en el que Marion, una de las amigas de Clarissa, descubre entre burlas su bastardía; el férreo destino familiar que el padre de Clarissa elige para ella y su hermano; la división entre territorios y potencias, que convierte la relación con el francés Léonard en una afrenta a la patria… Zweig dibuja con maestría esa poderosa sensación de patria, de nacionalismo, para explicar hasta qué punto intervenía sobre las capacidades afectivas de las personas, forjando destinos miserables allí donde quedaba tanta vida por conocer. Y lo hace con ternura, alineado junto a su protagonista, pero también con frustración. Porque el despertar a la madurez de Clarissa reviste un implacable sentimiento de soledad, casi de infortunio, que tiene en su embarazo la mayor de las preocupaciones.
Zweig escribe sobre la deshonra en tiempos de obligación, como si tras 1914 uno tuviese que aparcar sus intereses propios para confiarlos en los de la comunidad. Servir a, entregarse por, defenderse de; el romance de Clarissa durante su escapada a Lucerna se transforma en una pesadilla que, con el paso de los años, marca su futuro más inminente. El miedo a la decepción paterna, el terror a que alguien reconozca en su hijo los rasgos de ese enemigo que tantas vidas está costando en el frente, la aversión a una maternidad en soledad, sin la protección de una figura perdida al otro lado de la frontera. Miedos, todos ellos, que Zweig combate con la determinación de su protagonista, con la madurez con la que enfrenta cada una de sus decisiones. Con la delicadeza con la que entabla una relación de conveniencia con uno de los heridos del hospital, un desertor aterrorizado por la crueldad de la Guerra. Pero que también le pasan factura a Clarissa, al contemplar la corrupción que el mundo impone sobre todas las cosas: en ese Branconic que se convierte en su esposo, dedicado al contrabando y los viajes de negocios por el este de Europa; o en ese padre, ya anciano, arrinconado y enloquecido tras la caída de Austria, que solo puede culpar a los demás de una derrota fraguada entre todos.
No es descabellado señalar que Zweig quiso plasmar en su novela el vértigo de esa primera etapa funesta de Europa, en el que solo podía respirarse un aire de terror, frustración y derrota. Cuando no, además, de sometimiento ante unos ideales que, pese a la caída del Imperio, no habían encontrado un verdadero sustituto. De ahí, pues, la falta de libertad que oprime el destino de Clarissa; ese fugaz sentimiento de felicidad que recorre unas pocas páginas para abandonarla definitivamente. El golpe, comprimido en la última línea de la novela, que describe la soledad de su protagonista, toda vez que ha hecho de su vida un eterno olvido de la persona a la que amó. Y, con ello, se ha entregado a una ficción, la de un matrimonio arreglado, que ya no puede (o mejor dicho, no sabe cómo) dejar marchar. Drama minúsculo, obra inconclusa, Clarissa supone un extraordinario análisis de ese corazón, solitario cuyos sentimientos trataban de imponerse sobre las obligaciones de una patria herida.
[…]
Si no quieres perderte nada, puedes suscribirte a nuestra lista de correo. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.
El hecho de que Clarissa esté inacabada y los últimos avances de la trama meramente esbozados, puede suponer una cierta frustración (¿volvería a juntarse con el padre de su hijo?…) , pero al mismo tiempo estos apuntes o esquemas argumentales del final, pendientes de desarrollo, nos permiten intuir cómo era la técnica narrativa de Zweig.