Pocas expresiones han sido tan afortunadas (aunque, a todas luces, esta no sea la palabra más indicada) para ilustrar un estado de ánimo como la de aquel telón de acero que cayó sobre la Unión Soviética. Tiempos duros, de persecuciones, exilios (también, interiores) y purgas; sobre todo, para aquellos intelectuales y escritores que cultivaban una distancia irónica con respecto a lo que salía por boca del partido. Esa potencia, un gigante con pies de barro, condenada a desinflarse, estrangulada por los hijos tontos de Lenin. Y, sin embargo, aquellos años de duro invierno, pan seco y vodka alumbraron a algunos de los escritores más destacados de la literatura rusa. De entre todo, seguramente Dovlátov ha sido, cosas de la edición, el menos conocido. Así, en pasado, puesto que de un tiempo a esta parte el esfuerzo de sellos como LaBreu, Ikusager y ahora Fulgencio Pimentel ha brindado la oportunidad de descubrir la obra del autor de La maleta.
El exilio marcó, como en la trayectoria de tantos otros autores, la escritura de Serguéi Dovlátov, que en 1979 decidió abandonar su hogar para recalar en un país, en otra tierra, donde la libertad no costase tanto. Ese sentimiento de frustración interior, que tantas veces recorrerá sus libros, no fue obstáculo para cultivar una mirada irónica, brutal y, fundamentalmente, humana a propósito del sinsentido que gobernaba a la URSS. De ahí que en cada una de sus novelas, más que novelas memorias, flote toda una colección de personajes extravagantes que, arrinconados en los márgenes de la sociedad, nos enseñan la vida que intentaba abrirse camino entre pequeñas miserias; las grandes, al fin y al cabo, eran ya lo suficientemente pesadas como para hacerles más caso.
A diferencia de otros libros suyos, como Los nuestros, Retiro apela a la ficción para construir la realidad de aquella época. Ficción, sí, pero ligada íntimamente a las vivencias de su autor. A sus problemas con la bebida, a sus problemas con el gobierno y, en fin, a sus problemas con la vida. Que Pushkin sea el protagonista de esa especie de parque temático al que el personaje central de la novela acude a trabajar no es ninguna casualidad, no en vano, el autor de El prisionero del Cáucaso vivió no pocos exilios en sus carnes, además del odio de un zarismo que no tragaba precisamente con sus ideas revolucionarias. Es posible que, en tiempos de Dovlátov, pocos tragasen una mirada tan incisiva sobre la realidad; brusca como los propios acontecimientos, tierna como todo aquello oficialmente denigrado. Y eso es, entre otras muchas cosas, Retiro: una novela brusca y tierna, capaz de hilvanar el pensamiento interior más doloroso con la carcajada salvaje de una viñeta naturalista.
El punto fuerte de Dovlátov radicaba en su capacidad para hacer hablar a los protagonistas de la vida difícil. A ese vecino borrachín con su lista diaria de imprecaciones; al genio oculto cuyos conocimientos son prácticamente inútiles; a la mujerona que puede valerse perfectamente por sí misma; a la familia convertida en un débil hilo de voz al otro lado del teléfono; y al escritor de temperamento difícil, amarrado a partes iguales a su sentido del sarcasmo y a la botella. Y es curioso cómo todo ese microcosmos de personajes y personajillos vive página a página, con sus rutinas y costumbres, con sus teclas y su manera de entender las cosas. Como si la tarea de Dovlátov fuese la de apuntar hacia todas aquellas pequeñas cosas que el régimen había apartado como insignificantes. La belleza en la fealdad, la riqueza sentimental en la pobreza, la gracia en el chiste más grosero. Puro juego de contrastes. En Retiro, el sosias de Dovlátov acepta un trabajo como guía en el mausoleo oficial de Pushkin, un poco para retrasar el momento de tomar las grandes decisiones, otro poco, también, para señalar el olvido premeditado que la Unión Soviética impuso sobre su propio acervo cultural. Sobre su importancia. Ambas, tal vez, eran ramas de un mismo árbol. Del sentimiento de insatisfacción que cada cual capeaba como podía: alcoholizado, exiliado o amargado, por mucho que todos se preguntasen en voz alta a santo de qué cambiar el olor de la tierra de su hogar por una lengua que ni conocían ni, probablemente, les esperaría con los brazos abiertos.
No se puede decir que Dovlátov evitase cargar las tintas contra todo aquello que detestaba. En Retiro conviven los funcionarios gilipollas con los milicianos energúmenos, el pueblo abducido por la masa y los solitarios que son un auténtico incordio. Y, sin embargo, la escritura de su autor se detiene en cada uno, haciendo justicia a unas historias mínimas que probablemente nadie más quisiese contar. De ahí que, pese a ser una novela de personaje, este no pueda entenderse sin todo ese coro de voces que lo rodea. Sin Mishka y sus insensateces de borracho, sin la grandeza intelectual de ese perezoso crónico que es Mitrofanov, sin la ansiedad de Tania, la esposa, por huir en busca de un nuevo porvenir. Y sin esa otra ansiedad, la del escritor, encadenado a una doble vida que la Unión Soviética acentuó a lo bestia: la de tener que elegir entre vivir o escribir, sin la posibilidad de conciliar ambas facetas en una misma existencia.
Dovlátov escribía apuntando con el dedo, dejando en evidencia cómo una ideología bastarda había acabado por considerar insignificante a todo aquello que escapase de sus reducidos límites mentales. Escribía porque vivía, aunque casi toda su obra se produjese ya en suelo estadounidense, entre dudas de estilo y libros que cada vez eran más viñetas arrancadas de las páginas de su memoria familiar. De aquellos encuentros azarosos y torpes, como los que narra en Los nuestros, que le llevaron a conocer a su mujer. A construir una constelación de recuerdos que clasificaría posteriormente en una maleta. A vivir demasiadas vidas, demasiados trabajos, por mucho que su talla de gigante pareciese suficiente para sobrellevar tantas cargas morales y sentimentales. Y es que leer a Dovlátov es lo más parecido a la felicidad literaria. O, en este tiempo de trabajos de mierda, encuentros fugaces e historias insustanciales, lo más parecido a leer una vida. Como si sus personajes, cuando no el mismo Dovlátov, no hubiesen dejado de respirar, almacenando su aliento en cada novela. Testimonio de unas vidas que no se dejaron triturar por el pesado telón de acero.
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1 thought on “ Serguéi Dovlátov. La vida que pasa, por Óscar Brox ”