Retrocedamos unas cuantas décadas, en aquel momento en el que el furor cultural que larvaba determinadas revoluciones estudiantiles consiguió hacer de un libro como Las palabras y las cosas lo que ahora llamaríamos best-seller. En aquellos años ajetreados, como diría Anne Wiazemsky, la cultura se vivía de otra manera. Y, seguramente, dejaba tal poso e impronta que ahora, tanto tiempo después, solo puede hacernos sentir como unos imbéciles. No en vano, aquella época de Foucault, Barthes, Althusser, Tel Quel, los seminarios del Collège de France, Deleuze y el rizoma, Bourdieu y el habitus, parece cada vez más lejana. Gaseada por el pasotismo intelectual que no ha garantizado una continuidad o un relevo en condiciones. Tal vez por eso, una novela como La séptima función del lenguaje se lee con una extraña mezcla de nostalgia y de malicia, de acritud y de orgullo, pues Laurent Binet no deja de caminar alrededor de todos aquellos nombres ilustres para construir, fantasear y matizar su mayor legado: una constelación de ideas.
A Roland Barthes lo atropella una furgoneta justo enfrente de la Sorbona. Corre la primavera de 1980, una década que verá también la muerte de Foucault y el internamiento de Althusser tras asesinar a su mujer. Binet, sin embargo, convierte la muerte del primero en una suerte de aventura semiológica mediante la cual rastrear las huellas del pensamiento de tantos autores, adscritos o no al estructuralismo, continentales o analíticos, así como también discutir y juguetear con las posibilidades narrativas de la novela. Con esa ingeniosa metaficción que se nutre de la realidad para buscar un nuevo sentido a lo que sucedió. Una novela de detectives interpretada por un rudo policía y un investigador universitario en busca de pistas que esclarezcan los motivos de la muerte del autor de La cámara lúcida. O, más en concreto, en qué consiste esa séptima función del lenguaje que, entre Jakobson, Searle y la influencia de John Austin explica, a grandes rasgos, cómo hacer cosas con las palabras.
Precisamente, a eso se dedica Binet; a ficcionar cada palmo de realidad convirtiendo a Philippe Sollers en un repelente eternamente pegado a la boquilla de su cigarro. A Julia Kristeva en una espía búlgara interesada en hallar antes que nadie la séptima función del lenguaje (auténtico mcguffin del relato). O a François Mitterrand en un calvo con ganas de trepar hasta el Elíseo, y más allá. Por momentos, Binet parece un heterónimo de Alan Sokal y Jean Bricmont, los autores de Imposturas intelectuales, auténtico azote y descubre-miserias de una generación de filósofos aupada a los altares de la elite cultural. Y, en cierto modo, no deja de ser así, en tanto que su novela desmenuza aquella virtud, también defecto, del estructuralismo francés en su capacidad (o en su autosuficiencia) a la hora de construir un nuevo lenguaje. O una nueva manera de pensar, más allá de las cuitas intelectuales al otro lado del Atlántico o de las tradiciones vía Oxford que se pasaban por el forro del giro lingüístico. Porque, no en vano, también Binet quiere hurgar en la fascinación que despertaron, que siguen despertando, el anti-Edipo, la différance y tantos otros conceptos hijos de una época.
En La séptima función del lenguaje hay espacio para un logos club, sociedad secreta estructurada en castas que se baten el cobre intelectual argumentando alrededor de un tema. Allí está Umberto Eco y allí también sacrifica un dedo Michelangelo Antonioni (ejem, ejem). Y allí es, precisamente, donde entendemos el porqué de esa función performativa del lenguaje, de esa necesidad de persuadir. De convencer y vencer. Porque 1980 marcaba, también, la frontera con otra época. Una que se amamantaría con el capitalismo tardío, el crédito a go-go, el crecimiento personal (ja, ja) y tantas otras cosas. Pero en la que, qué duda cabe, la mediatización brutal de las figuras de autoridad (y ahí está ese pulso, en segundo plano, entre Giscard D’Estaigne y Mitterrand) sería un signo de debilidad intelectual. El presagio del futuro entontecimiento en el que hemos caído. O en el que, desgraciadamente, seguimos cayendo. De ahí que la novela de Binet, con sus caprichos y licencias, con su mala leche y sus resabios de intelectual afrancesado, nos propine más de un bofetón durante su lectura. Al riesgo de convertir en caricaturas a tantos y tantos filósofos. Por mucho que algunas de sus bufonadas, como esa escena de sexo a ritmo del pensamiento de Deleuze y Guattari, sean de lo más afortunadas.
Así pues, poco importa que Bayard y Herzog, el gordo y el flaco de esta aventura, culminen su periplo encontrando respuesta al caso Barthes. Poco menos, todavía, que a Sollers le corten los huevos y a Derrida lo entierren antes de tiempo (con lo hermoso que es su libro cada vez única…). Porque La séptima función del lenguaje es un libro que vive para honrar, para juguetear, para parodiar, discutir, odiar y sobre todo amar una época marcada a fuego en el devenir de la cultura europea. En la que se podía creer, Foucault mediante, en la posibilidad de pensar de otra manera. O en la que, por ejemplo, ya se podía ver a la legua lo cretino que iba a ser Bernard-Henri Levy. De ahí, en definitiva, que el libro de Binet se lea con gusto en su vertiente de novela de aventuras, pero que resulta fundamental en su crónica, en su evocación, de un tiempo cuyo legado permanece. En cada una de esas ideas lanzadas en sus páginas, palabras para construir otro mundo posible.
[…]
Si no quieres perderte nada, puedes suscribirte a nuestra lista de correo. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.